Susurros De La Mente

La Sombra que Susurra

El invierno en Frostmoor había alcanzado su punto más cruel. La nieve caía como un silencio pesado, cubriendo los caminos, los árboles y los tejados con una blancura que parecía no tener fin.

Lucien y Gabriel vivían ajenos al mundo, protegidos bajo el escudo que ellos mismos habían sellado. Sin embargo, el peligro no siempre viene de fuera. A veces, se disfraza de curiosidad. A veces, de una sonrisa amable.

Evelyn Morel visitaba la librería con más frecuencia. Sus pasos eran suaves, casi imperceptibles, pero su presencia llenaba el aire de una tensión extraña. Gabriel la observaba sin decir palabra. Había algo en su forma de mirar a Lucien, algo más que simple admiración. Era devoción o deseo.

Lucien, distraído en sus tareas, no parecía notarlo. Su mente estaba centrada en reparar un viejo reloj de pared del pueblo. Pero cada vez que Evelyn entraba, algo en el ambiente cambiaba. El fuego crepitaba distinto. Los gatos se escondían.

Una tarde, mientras Gabriel colocaba libros en los estantes, escuchó su voz detrás del mostrador.

—Su energía es diferente —decía Evelyn— No como la de los demás. La suya vibra de una forma que pocos podrían soportar.
Lucien sonrió apenas.

—¿A qué se refiere, señorita Morel?

—A su mente, monsieur Dubray. —Ella inclinó la cabeza, con una sonrisa enigmática— Puedo sentirla.

Gabriel se tensó.

—¿Sentirla? —intervino, sin poder contenerse— ¿A qué viene eso?

Evelyn lo miró con una dulzura que no encajaba en sus ojos.

—Oh, no pretendía incomodarlo, Gabriel. Solo decía la verdad. Algunos de nosotros… percibimos más de lo que deberíamos.

Lucien levantó la mirada, alerta.

—¿Algunos de nosotros?

Ella se acercó, dejando un libro sobre el mostrador.

—He leído sobre mentes que pueden tocar otras mentes. Sobre los lazos invisibles que atan a los seres con dones como el suyo… y el mío.

Gabriel sintió un escalofrío. Lucien guardó silencio unos segundos antes de hablar.

—No debería mencionar esas cosas, señorita Morel. Son peligrosas.

—Lo sé —respondió ella con serenidad— Pero también lo es el amor, ¿no?

Esa frase quedó flotando entre ellos como un veneno invisible.

Aquella noche, Gabriel no pudo dormir. Lucien se movía inquieto en sueños, murmurando palabras en francés que Gabriel no alcanzaba a comprender. Cuando intentó despertarlo, una corriente de energía recorrió la habitación. Las velas parpadearon violentamente.
Lucien abrió los ojos sobresaltado.

—¿Qué pasó?

Gabriel, con el corazón acelerado, lo sostuvo por los hombros.

—Estabas soñando. Pero no era un sueño común. Pude sentir… algo.

Lucien lo miró confundido.

—¿Qué sentiste?

—Una presencia. Una voz femenina.

Lucien se incorporó lentamente.

—Eso no es posible. El escudo sigue activo. Nadie puede cruzarlo.

Gabriel lo miró con una mezcla de miedo y certeza.

—No lo cruzó, Lucien… ya estaba dentro.

A la mañana siguiente, Evelyn apareció frente a su cabaña. Traía una cesta con pan y flores secas.
Gabriel la recibió en la puerta, sin disimular su incomodidad.

—Lucien no puede atenderla —dijo cortante— Está ocupado.

Evelyn sonrió, con esa calma inquietante que parecía un disfraz.

—Entonces espero. Me gusta este lugar. Es tan… íntimo.

Gabriel apretó los dientes.

—No es apropiado.

—¿No lo es? —Ella dio un paso hacia él, con la cabeza ligeramente inclinada— Qué curioso… para alguien que vive solo con un hombre, parece tener una idea muy peculiar de lo que es apropiado.

Gabriel la miró con furia contenida.
Evelyn, en cambio, sonrió como si hubiera ganado algo. En ese momento, la puerta se abrió detrás de él. Lucien apareció, sereno, con el cabello suelto y una bufanda gris.

—Evelyn —saludó—. ¿Qué hace aquí tan temprano?

Ella se giró hacia él con un brillo extraño en la mirada.

—Solo vine a agradecerle por el reloj… y a traerle algo de pan. Pensé que quizás lo necesitarían.

Lucien sonrió con cortesía.

—Le agradezco el gesto. Pero no era necesario.

Gabriel se apartó, cerrando la puerta tras ella con un golpe seco cuando se fue. Lucien lo miró.

—¿Por qué estás tan molesto?
—Porque no confío en ella —respondió sin dudar— Hay algo oscuro en esa mujer. Lo siento.

Lucien suspiró.

—No todos los que sienten curiosidad por nosotros son enemigos.

Gabriel lo miró con dolor.

—Eso mismo dijiste de Dorian.

El silencio se extendió como una grieta entre ellos.

Esa noche, Lucien salió al bosque con una linterna. Dijo que necesitaba comprobar el escudo mágico que protegía al pueblo.
Gabriel quiso acompañarlo, pero él insistió en ir solo.

La luna estaba alta cuando se detuvo junto al límite invisible del círculo. Allí, el aire vibraba con energía. Cerró los ojos, percibiendo el flujo del hechizo. Todo parecía estable hasta que oyó una voz.

—No debiste venir solo.

Lucien giró, alzando la linterna.
Evelyn estaba de pie a pocos metros, su capa verde ondeando bajo el viento.

—¿Cómo llegaste aquí? —preguntó, alarmado.

—No crucé el escudo —respondió ella con calma— Lo sentí desde adentro. No lo sabías, ¿verdad? Hay grietas, Lucien. Grietas pequeñas, pero reales.

Él dio un paso atrás.

—No deberías hablar de esto.

Ella sonrió, y su voz cambió: se volvió más profunda, casi hipnótica.

—¿Por qué lo niegas? Eres como yo. Puedo sentirlo. Tu mente es un océano, y el mío, un espejo. Si me dejas entrar, te mostraré lo que eres de verdad.

Lucien sintió el aire volverse espeso. Su mente se agitó como si algo invisible intentara abrirla. Era el mismo tipo de influencia que conocía tan bien pero diferente. Más cálida, más humana.

—Detente —dijo con voz firme— No sabes con qué estás jugando.

Evelyn se acercó, su respiración formándose en nubes de vapor frente a la suya.




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