El invierno no había cedido. La nieve seguía cayendo en silencio sobre Frostmoor, como si el mundo entero durmiera bajo un manto blanco que lo cubría todo menos el alma de quienes aún soñaban.
Lucien y Gabriel habían logrado mantener la calma desde aquel encuentro con Evelyn, pero algo invisible se había colado entre ellos.
El aire dentro de la cabaña era distinto: más denso, más cargado, como si una presencia los observara desde los márgenes del pensamiento.
Lucien lo sentía por las noches, cuando el viento rozaba las ventanas con la suavidad de un susurro. Gabriel lo percibía en los sueños: sombras femeninas, ojos azules que lo miraban sin pestañear, labios que murmuraban el nombre de Lucien una y otra vez, como una plegaria impura.
Evelyn Morel no había vuelto al pueblo. Y sin embargo, seguía allí.
Una tarde, mientras Lucien reparaba un antiguo reloj sobre la mesa, el tiempo pareció torcerse.
El sonido del tic-tac se ralentizó, hasta detenerse por completo.
El fuego dejó de crepitar.
Y el aire, de pronto, se llenó de un perfume dulce, familiar.
—Lucien.
Giró lentamente. Evelyn estaba de pie junto a la chimenea, vestida de blanco. Su piel brillaba como la nieve, y sus ojos tenían el mismo azul que los glaciares. Pero no era real. Lucien lo supo de inmediato.
—Esto no es posible —dijo con voz baja, firme— No estás aquí.
Ella sonrió, acercándose con pasos lentos.
—No físicamente. Pero puedo entrar si tú me dejas.
Lucien apretó los puños.
—No lo haré.
—¿Por qué temes lo que sientes? —preguntó ella, con voz suave— No vine a hacerte daño, sino a ofrecerte algo que él nunca podrá darte.
Su tono se volvió más íntimo, casi un susurro.
—Puedo ver tus pensamientos, Lucien. Sé lo que escondes incluso de ti mismo. Sé que cuando miras a Gabriel, una parte de ti… aún duda.
Lucien frunció el ceño, resistiendo la intrusión.
—No sabes nada.
Evelyn sonrió, y el aire vibró. De pronto, el entorno cambió. El reloj desapareció. La cabaña también. Lucien se encontraba en un jardín cubierto de flores blancas, bajo un cielo de crepúsculo. Evelyn estaba frente a él, vestida con un corsé de encaje y un velo transparente que la hacía parecer una aparición.
—¿Ves? —dijo ella, acercándose— Así sería si dejaras de resistirte. Así podrías amarme.
Lucien sintió una presión en la mente. La imagen era poderosa, seductora, perfectamente construida. Podía oler las flores, sentir el roce del viento. Incluso la voz de Evelyn parecía envolverlo como un canto. Pero algo no encajaba. Porque cuando ella lo tocó, no sintió calor. Sintió vacío.
—No eres amor —murmuró—. Eres obsesión disfrazada.
Evelyn lo miró con una mezcla de furia y deseo.
—¿Y qué diferencia hay entre ambos cuando se siente con esta intensidad?
Lucien dio un paso atrás.
—La diferencia es que el amor no necesita poseer.
Su voz resonó con poder, y el jardín se quebró como vidrio. La ilusión se desmoronó, fragmentándose en mil reflejos que giraban a su alrededor.
Evelyn gritó, su figura oscilando entre la belleza y la sombra.
—¡No me rechaces! ¡No después de haber sentido tu mente tocar la mía!
Lucien apretó los dientes.
—No eres más que un eco de lo que Dorian fue.
—¡No lo digas! —chilló ella, y el mundo mental tembló.
El poder de Evelyn se intensificó, intentando forzar su entrada más profunda. Imágenes falsas comenzaron a invadir la mente de Lucien: escenas de ellos dos riendo bajo la lluvia, besándose frente al fuego, durmiendo juntos entre sábanas blancas. Eran tan vívidas que por un instante casi creyó sentirlas.
Casi.
Hasta que una voz real, cálida y temblorosa, rompió el hechizo.
—Lucien.
Era Gabriel. Su voz provenía de algún punto del mundo real. Y fue suficiente. Lucien abrió los ojos, jadeando. La ilusión se rompió por completo, y Evelyn desapareció como humo disolviéndose en el aire.
El reloj volvió a funcionar. El fuego ardía. Y Gabriel estaba frente a él, arrodillado, con lágrimas en los ojos.
—La sentí —dijo, respirando con dificultad—. Sentí su energía entrar aquí, intentando tocarte.
Lucien tomó sus manos.
—No pudo.
—Sí pudo. —Gabriel lo miró, con el rostro pálido— Lo vi, Lucien. Vi lo que ella te mostró. Intentaba hacerte dudar de mí.
Lucien bajó la mirada.
—Lo intentó. Pero no lo logró.
Gabriel lo abrazó con fuerza, temblando.
—Toda mi vida dependí de que tú me protegieras —susurró contra su pecho— Pero ahora… ahora sé que me toca a mí protegerte a ti.
Lucien sonrió, apoyando su frente en la de él.
—No necesito protección.
—Sí, la necesitas. —Gabriel levantó la cabeza, mirándolo con determinación— Porque hay heridas que no se ven, Lucien. Y ella está entrando en tus pensamientos, en tus sueños… en tu voluntad. No puedo permitirlo.
Lucien quiso protestar, pero la voz de Gabriel fue más fuerte.
—Déjame intentar protegerte como tú lo hiciste por mí. —Sus ojos dorados brillaban con una luz nueva, una mezcla de amor y furia contenida— Si ella intenta tocarte otra vez… se encontrará conmigo.
Esa noche, mientras dormían, Gabriel soñó con un campo de nieve infinita. En el centro, una sombra femenina observaba la cabaña desde lejos, su cabello suelto como hilos oscuros movidos por el viento. No intentaba entrar.
Solo miraba. Sus labios se movieron, y Gabriel alcanzó a escuchar lo que decía:
Si no puedo poseerlo, lo haré necesitarme.
Y luego, sonrió. En la mañana siguiente, Lucien despertó sobresaltado. Gabriel dormía a su lado, con el rostro sereno.
Pero en el borde de la cama, sobre la madera, había algo que no debería estar allí: una flor blanca, fresca, cubierta de escarcha idéntica a las del jardín de la ilusión de Evelyn.
Lucien la tomó con manos temblorosas. El tallo aún estaba húmedo. Y en la punta del pétalo, escrito en escarcha, había una sola palabra: