El invierno seguía siendo absoluto.
Las montañas se habían convertido en muros de hielo, y el cielo parecía dormido bajo un gris perpetuo. El pueblo de Frostmoor, que antes había sido refugio, comenzaba a cambiar.vLos rostros amables se tornaban ausentes. Las sonrisas, forzadas. Y las miradas, cargadas de una duda que antes no existía.
Lucien lo notó primero. El panadero, que solía saludarlos cada mañana, ahora desviaba la vista. La dueña de la posada, antes risueña, se persignaba cada vez que él pasaba.
—Nos observan —murmuró Gabriel una tarde, mientras cerraban la puerta de la cabaña— No con miedo… con desconfianza.
Lucien asintió.
—Ella los está usando. Está infiltrando pensamientos, cambiando percepciones.
Gabriel apretó los puños.
—No permitiré que lo haga.
Lucien lo miró con una mezcla de ternura y preocupación.
—No sabes lo que dices. Ella es fuerte. Ha practicado su mente durante años.
—Lo sé —respondió Gabriel con voz firme— Pero no hay poder mental que supere el amor. Tú me enseñaste eso.
Lucien quiso sonreír, pero el gesto se quebró. Porque en el fondo sabía que las guerras del alma no se ganaban solo con amor, sino con sacrificio.
Esa noche, Gabriel comenzó su entrenamiento. Lucien le mostró cómo mantener su mente cerrada: cómo construir muros mentales hechos de imágenes, emociones y recuerdos felices.
—Ella no puede destruir lo que no puede ver —explicó— Pero si logras mantener tu mente en calma, si centras tu voluntad, podrás devolverle el ataque.
Gabriel lo escuchaba con atención, los ojos dorados ardiendo de concentración.
—¿Y si entra? —preguntó.
Lucien lo miró con gravedad. —Entonces deja que entre… y conviértete en su espejo. Que todo lo que vea de ti, la hiera.
Gabriel asintió.
—Entonces eso haré.
Los días siguientes, el aire del pueblo se volvió más pesado. La gente murmuraba en las esquinas, señalando la cabaña a la distancia.
Algunos decían que Lucien era un hechicero. Otros, que Gabriel había muerto y que un espíritu tomaba su forma. Evelyn había logrado sembrar miedo sin que nadie la viera.
En secreto, se reunía con los aldeanos más influenciables. Los tocaba con sus manos pálidas y les susurraba mentiras:
Ellos trajeron la tormenta.
Su amor es una herejía.
Él te observa mientras duermes.
Y así, uno a uno, los fue convirtiendo en sus ojos y oídos.
Gabriel lo supo cuando una niña del pueblo, a la que solía regalarle pan, corrió al verlo. La inocencia que había en Frostmoor se estaba pudriendo. Y en el centro de esa corrupción estaba Evelyn.
Esa noche, Gabriel se sentó frente al fuego. Lucien dormía profundamente, agotado. Pero Gabriel no podía descansar. Cerró los ojos, cruzó las manos sobre el pecho y respiró hondo.
Sintió el aire frío entrando en sus pulmones. Sintió el pulso del escudo mágico vibrando bajo sus pies. Y entonces la llamó.
—Evelyn.
El nombre flotó en su mente como un eco. Por un instante, nada ocurrió. Luego, la habitación se oscureció, y el fuego se extinguió.
Una voz respondió, suave y burlona:
—Qué valiente, Gabriel Uziel. ¿Por amor o por orgullo?
Gabriel abrió los ojos y la vio.
Estaba frente a él, envuelta en un halo azul, tan hermosa como peligrosa.
—No me tienes miedo —dijo ella.
—Ya no —contestó Gabriel.
Ella inclinó la cabeza, intrigada.
—¿Crees poder enfrentarte a mí?
—No lo creo. Lo sé.
Evelyn rió, su risa como el sonido de cristales rompiéndose.
—Lucien te ha enseñado bien. Pero hay algo que no sabes: el poder mental se alimenta del deseo. Y el mío, Gabriel, tiene un rostro… el suyo.
Gabriel respiró hondo, sin apartar la mirada.
—Entonces atácame. Pero recuerda esto: lo que deseas no te pertenece.
Evelyn extendió la mano. El aire vibró. Gabriel sintió su mente sacudirse, imágenes falsas intentando abrirse paso: Lucien besando a Evelyn. Lucien susurrándole palabras al oído. Lucien eligiéndola a ella.
Su pecho ardía, su mente gritaba.
Pero recordó las palabras de Lucien: conviértete en su espejo.
Gabriel se concentró en un solo recuerdo: Lucien tomándolo en brazos la noche en que lo salvó. Lucien arriesgando su mente, su alma, su todo por él. Lucien diciéndole: Nada ni nadie me alejará de ti.
La luz dorada lo envolvió. Evelyn gritó, cubriéndose el rostro. Las imágenes se volvieron contra ella. Ahora era ella quien veía. Veía a Lucien amando a Gabriel, viéndolo con ternura infinita, besándolo con devoción. Veía lo que nunca tendría.
Su grito se convirtió en un sollozo. El fuego volvió a encenderse. Gabriel abrió los ojos, jadeando. Evelyn ya no estaba. Pero fuera, en la colina, sus lágrimas caían sobre la nieve.
—¿Por qué no me eliges? —susurró al viento— Podría haberte dado todo… incluso mi oscuridad.
La nieve respondió con silencio. Al día siguiente, Lucien notó algo distinto. Gabriel estaba más tranquilo, más fuerte. Sus ojos dorados brillaban con una nueva profundidad.
—¿Qué hiciste anoche? —preguntó.
Gabriel sonrió, sirviéndole té.
—Aprendí a protegerte.
Lucien lo observó con asombro. Por primera vez, sintió que el equilibrio había cambiado.
Ya no era el guardián. Era el amado protegido.
Pero mientras el día avanzaba, algo comenzó a perturbarlos. Las campanas de la iglesia del pueblo repicaron sin razón. Luego, el sonido se detuvo abruptamente.
Lucien y Gabriel se miraron.
El viento trajo un murmullo. Una voz femenina, casi imperceptible, se filtró entre las ráfagas heladas:
Si no puedo tener su mente… tomaré sus sueños.
Esa noche, mientras dormían abrazados, Gabriel soñó con un jardín cubierto de nieve. Lucien caminaba a su lado, pero al voltear, el rostro de él se desvanecía. En su lugar, Evelyn sonreía, sosteniendo una flor blanca cubierta de escarcha.