La noche había perdido su inocencia. Desde hacía tres días, Gabriel despertaba sobresaltado, jadeando, con la piel helada y los ojos empapados en lágrimas.
Lucien, a su lado, también sufría: sus sueños estaban poblados de voces que no callaban, de imágenes que no le pertenecían. Evelyn había hallado una nueva forma de entrar.
No podía romper el escudo. Pero había encontrado grietas en la mente.
La primera vez, Gabriel soñó que caminaba descalzo sobre un lago congelado. En el reflejo del hielo vio a Lucien pero su mirada no era la misma. Sus ojos eran azules, sí, pero sin alma.
Lucien le tendía la mano, pero cuando Gabriel la tomaba, el hielo se quebraba, y de las grietas surgían brazos femeninos que intentaban arrastrarlo hacia abajo.
—Déjalo caer, —susurraba la voz de Evelyn— Déjalo caer y lo tendrás para siempre.
Gabriel despertó gritando. Lucien lo abrazó con fuerza.
—Estoy aquí —dijo, su voz temblando — No dejaré que te toque.
Pero Gabriel sabía que no se trataba de su cuerpo. Era su mente lo que ella estaba tocando.
La siguiente noche fue peor. Lucien soñó con el pasado: con los laboratorios de París donde fue entrenado para controlar sus habilidades, con los hombres que lo encerraron, temiendo su mente. Pero esta vez, no estaba solo.
Evelyn caminaba entre los recuerdos, vestida con ropas del siglo anterior, como si siempre hubiera estado allí.
—Qué hermoso eras —susurró, rozando su rostro— Incluso cuando te rompían, seguías siendo perfecto.
Lucien retrocedió, horrorizado.
—No puedes estar aquí.
—Puedo estar donde me sueñes. Y créeme, Lucien… me has soñado más veces de las que imaginas.
Su voz era un veneno que se deslizó en su subconsciente.
Cuando despertó, el amanecer estaba cubriendo la nieve con una luz pálida. Gabriel dormía a su lado, con los labios entreabiertos y el cabello enredado sobre la almohada.
Lucien le apartó un mechón con ternura, sintiendo el peso de una culpa que no merecía. No podía permitir que ella siguiera invadiendo sus mentes.
Ese mismo día, fueron a buscar a la anciana del pueblo. Se decía que había sido médium en su juventud, que había leído mentes antes de que el miedo la obligara al silencio.
Vivía en una casa de piedra cubierta de musgo, al borde del bosque. La puerta se abrió antes de que tocaran.
—Ya los esperaba —dijo la mujer con voz grave— El frío les sigue como una sombra. Entren.
El interior estaba lleno de hierbas secas, velas y relojes detenidos.
Lucien y Gabriel intercambiaron una mirada antes de sentarse frente a ella. La anciana los observó con ojos que parecían haber visto demasiadas cosas.
—La muchacha de ojos azules —dijo— No pertenece a este lugar.
Gabriel se tensó.
—¿Puede detenerla?
—No —respondió ella con calma— Pero puedo enseñarles a hacerlo ustedes.
Sacó de una caja un espejo pequeño, de marco tallado en madera oscura.
—Esto no refleja rostros —dijo la anciana— sino voluntades. Si logran verse en él, unidos, ella no podrá entrar.
Lucien tomó el espejo con cuidado. El vidrio estaba empañado, como si respirara.
—¿Y si falla?
La anciana lo miró sin pestañear.
—Entonces perderán algo más que los sueños.
Esa noche, siguieron sus instrucciones. Encendieron velas alrededor de la cama y colocaron el espejo frente a ellos. Lucien tomó la mano de Gabriel.
—No te sueltes —dijo—. Pase lo que pase, no lo hagas.
Gabriel asintió. Cerraron los ojos al mismo tiempo. El silencio fue total. El fuego se apagó sin viento. El mundo se dobló.
Despertaron dentro del mismo sueño. El bosque de Frostmoor se extendía ante ellos, pero los árboles eran espejos, y cada reflejo mostraba una versión diferente de sí mismos: sonrientes, tristes, envejecidos, rotos.
Evelyn los esperaba en el centro. Su cabello se movía con el viento invisible, y sus ojos brillaban con una mezcla de locura y deseo.
—¿Vinieron juntos? Qué romántico. —Su voz era un eco múltiple— Pero el amor no los salvará esta vez.
Extendió las manos, y los espejos comenzaron a temblar. Cada reflejo de Lucien se volvió contra sí mismo, intentando desgarrarlo mentalmente. Gabriel corrió hacia él, pero Evelyn le cerró el paso.
—Tú no puedes salvarlo —susurró—Él ya me pertenece.
Gabriel apretó los dientes.
—No. Él es mío.
Una ráfaga dorada brotó de sus manos. El poder mental que Lucien había despertado en él estalló con fuerza pura. Los espejos se rompieron uno a uno, y la luz dorada envolvió a Evelyn. Ella gritó, pero no de dolor.
De placer.
—¡Sí! —gritó—. ¡Así, muéstrame más! ¡Hazme sentir lo que siente él por ti!
Gabriel retrocedió, horrorizado. Evelyn se alimentaba de sus emociones. Cuanto más amor proyectaba, más poder obtenía ella.
Lucien comprendió en ese instante.
Cerró los ojos, extendió sus manos y unió su mente a la de Gabriel.
—No luches con el corazón —dijo en voz baja— Lucha con la voluntad.
La conexión entre ambos ardió como una chispa azul y dorada. El amor se transformó en algo más fuerte: una fuerza serena, pura, sin deseo ni miedo. Evelyn gritó. La luz la envolvió, quebrándola en fragmentos. Y luego, el sueño se disolvió.
Lucien y Gabriel despertaron en la cama, jadeando, empapados de sudor. El espejo frente a ellos estaba agrietado, pero dentro, en la grieta más profunda, se veía algo inquietante: el reflejo de Evelyn, mirándolos, inmóvil, atrapada.
Lucien se incorporó. Gabriel le tomó la mano.
—¿Terminó? —preguntó, con la voz temblorosa.
Lucien miró el espejo, y luego a él.
—Por ahora.
La mañana siguiente fue extrañamente tranquila. El sol salió sobre la nieve, y el pueblo parecía en paz. Pero en la casa de la anciana, una vela se apagó sola.
La mujer levantó la vista y susurró:
—Ningún reflejo muere. Solo espera otro rostro que mirar.
Y en el pequeño espejo agrietado sobre su mesa, el ojo azul de Evelyn se abrió.