Durante una semana, el invierno pareció detener el tiempo. El sol se alzaba pálido sobre las montañas, y la nieve, inmutable, cubría todo con un silencio de vidrio. Frostmoor respiraba con calma, como si el mal nunca hubiera existido. Lucien y Gabriel vivían en un pequeño oasis dentro de esa eternidad blanca.
Cada mañana, encendían la chimenea, tomaban té de hierbas y hablaban poco. Las palabras se habían vuelto innecesarias; bastaban las miradas, los gestos suaves, el roce de las manos al pasar. Gabriel había cambiado. Su luz interior aquella que antes era insegura, frágil ahora brillaba con firmeza. Lucien lo observaba en silencio, consciente de que el joven al que había salvado tantas veces era ahora su equilibrio.
—¿En qué piensas? —preguntó Gabriel una tarde, viéndolo mirar la nieve a través de la ventana.
Lucien sonrió.
—En lo improbable que resulta todo esto. En cómo el amor puede sobrevivir incluso cuando el mundo parece hecho para destruirlo.
Gabriel se acercó, lo abrazó por la espalda y apoyó la cabeza sobre su hombro.
—No sobrevivimos al mundo, Lucien. Lo transformamos.
Sus palabras fueron una caricia que hizo temblar el aire. Las noches eran más frías, pero también más tranquilas. Gabriel solía leer en voz alta mientras Lucien escribía en su cuaderno de notas, registrando cada experiencia mental, cada fragmento de sus poderes. De tanto en tanto, sus miradas se encontraban sobre el fuego, y un silencio dulce los envolvía.
En una de esas noches, la tormenta arreció afuera. El viento soplaba con fuerza, y los ventanales vibraban como si la nieve quisiera entrar. Lucien dejó la pluma y se acercó a Gabriel, que leía a la luz de una vela.
—Esa historia que tanto te gusta —murmuró Lucien, con voz baja— ¿Cómo termina?
Gabriel levantó la vista, sonriendo.
—Aún no lo sé. Pero creo que ambos personajes… se salvan.
—¿Y si el destino no les permite salvarse? —preguntó Lucien.
Gabriel cerró el libro, lo miró a los ojos y susurró:
—Entonces desafiarán al destino. Como nosotros.
Lucien le tomó el rostro entre las manos. No hicieron falta palabras.
Sus labios se encontraron con la suavidad de quien reza, no por fe, sino por certeza. Un beso lento, lleno de la ternura de todo lo que habían perdido, y la esperanza de lo que aún podían tener.
El fuego los envolvió con un resplandor dorado, proyectando sus sombras sobre las paredes como figuras danzantes. Esa noche, el amor fue un pacto silencioso, sellado entre la nieve y el alma.
Sin embargo, algo comenzó a inquietar a Gabriel. Las ventanas heladas reflejaban a veces imágenes que no eran las suyas ni las de Lucien. Sombras fugaces, un parpadeo azul entre la escarcha.
Al principio creyó que era su imaginación, pero una madrugada, al acercarse al espejo del cuarto, lo vio. El cristal estaba limpio, agrietado solo en una esquina. Pero en el centro, muy profundo, como si una segunda realidad estuviera oculta tras la superficie, había un resplandor tenue.
Azul.
Gabriel retrocedió un paso, conteniendo el aliento. El reflejo titiló, y una figura pareció moverse detrás del vidrio, apenas visible. Al instante, una ráfaga helada recorrió la habitación. El fuego se apagó. Lucien se incorporó sobresaltado.
—¿Qué ocurre?
Gabriel se giró hacia él, temblando.
—El espejo… Lucien, el espejo.
Lucien se acercó, observó el vidrio agrietado y frunció el ceño.
El resplandor azul se desvaneció lentamente, dejando solo su propio reflejo.
—No hay nada —dijo— Solo cansancio.
Gabriel negó con la cabeza. —No. Lo vi. Estaba ahí.
Lucien lo abrazó, intentando calmarlo.
—Es tu mente la que aún busca enemigos. Pero el peligro terminó.
Gabriel quiso creerle. Pero esa noche, mientras Lucien dormía, el resplandor volvió.
A kilómetros del pueblo, en la vieja casa de la anciana vidente, la mujer tosía frente a su chimenea apagada.
Desde hacía días, escuchaba voces en su sueño. El espejo agrietado sobre su mesa, el mismo que había usado Lucien, empezó a vibrar suavemente. El aire se llenó de un zumbido bajo, constante, como un susurro lejano.
—No… —murmuró, temblando— Ya no.
Pero la grieta del espejo se ensanchó.
Y en el reflejo, los ojos azules de Evelyn se abrieron con calma.
—Tú me encerraste —dijo la voz desde el otro lado—. Pero las cadenas mentales solo duran mientras el soñador no dude.
—Él no duda —respondió la anciana—. Su amor es fuerte.
Evelyn sonrió.
—El amor puede proteger. Pero también puede cegar.
El espejo estalló en fragmentos.
La luz azul se dispersó como una neblina viva, escapando por las rendijas, avanzando hacia el bosque… hacia Frostmoor.
Lucien despertó de un sobresalto, sin saber por qué. Gabriel dormía plácidamente, su respiración tranquila. El fuego aún ardía, pero el aire estaba más frío de lo habitual.
Al mirar por la ventana, Lucien vio algo que lo paralizó. En el bosque, entre los árboles cubiertos de nieve, pequeñas luces azules flotaban como luciérnagas. Cientos de ellas.
Y todas avanzaban hacia el pueblo.
Lucien se levantó de golpe, y la vela junto a la cama parpadeó violentamente.
Gabriel abrió los ojos, confuso.
—¿Qué ocurre?
Lucien se giró hacia él con la voz ahogada por la urgencia.
—Despierta, Gabriel. No estamos solos.
En ese instante, un sonido metálico resonó en toda la cabaña. El reloj que había estado detenido desde su llegada a Frostmoor…
acababa de volver a funcionar.
Tic-tac.
Tic-tac.
Y con cada segundo, el aire se teñía de un leve brillo azul.