El amanecer llegó teñido de un tono gris enfermizo. Lucien despertó sobresaltado. El fuego de la chimenea se había apagado, y la escarcha cubría las ventanas desde dentro. Gabriel no estaba en la cama. Su corazón se aceleró.
—¿Gabriel? —llamó, pero solo el eco le respondió.
Salió al pasillo. La puerta principal estaba abierta de par en par, dejando entrar un aire helado que le cortó la respiración. La nieve, brillante y espesa, mostraba huellas que se alejaban hacia el bosque. Lucien las siguió sin pensarlo, con el corazón latiendo como un tambor en la noche.
El bosque estaba cubierto de un silencio absoluto. Ni pájaros. Ni viento. Solo aquel sonido sordo, invisible, que venía de todas partes y de ninguna.
El eco.
Cada paso que daba Lucien resonaba con un susurro de voces. Al principio pensó que era Evelyn, pero pronto comprendió que no eran solo sus palabras. Eran cientos. Miles. Las voces de los aldeanos. Lucien cerró los ojos, concentrándose. Intentó apartarlas, pero las mentes poseídas lo golpearon como una ola. Y entre todas ellas, una sobresalía. Dulce. Dolorosa. Conocida.
Lucien…
El corazón le dio un vuelco. Era la voz de Gabriel. Lo encontró junto al río helado. Estaba de pie, descalzo sobre el hielo, vestido solo con una camisa blanca empapada de escarcha. Sus ojos dorados brillaban con un resplandor antinatural, como si la luz no viniera de ellos, sino desde adentro.
—Gabriel —susurró Lucien, acercándose lentamente— Estoy aquí.
El joven lo miró, pero no había reconocimiento en su mirada. Solo calma… una calma inquietante.
—Ella me habló —dijo con voz ajena— Dijo que podía liberarte de tu dolor.
Lucien sintió cómo el aire a su alrededor se helaba.
—No la escuches. No eres tú quien habla, Gabriel.
El rubio inclinó la cabeza, y una sonrisa extraña curvó sus labios.
—¿Y si soy ambos? ¿Y si siempre lo fui?
Un destello azul recorrió su cuerpo. Lucien retrocedió, sorprendido. La nieve bajo sus pies empezó a derretirse, y del hielo emergieron manos translúcidas, rostros deformes, sombras sin cuerpo. Eran los aldeanos. Sus mentes estaban dentro de Gabriel, atrapadas, usándose como puente para Evelyn.
—Gabriel… —susurró Lucien, extendiendo la mano— Vuelve a mí.
El joven lo miró con tristeza.
—Ella no me deja. Dice que te necesita. Que sin ti, morirá otra vez.
Lucien se acercó, decidido.
—Entonces que muera.
Pero antes de poder tocarlo, una ráfaga lo lanzó hacia atrás. La nieve se levantó en espiral, formando un círculo perfecto alrededor de Gabriel. En el centro, apareció ella.
Evelyn.
Ya no era una figura espectral. Su cuerpo era casi humano, pero su piel brillaba con un fulgor frío. Sus ojos azules se clavaron en Lucien con deseo y resentimiento.
—Sabías que no podías destruirme. —Su voz era un cántico— Solo me diste otra forma de existir.
Lucien se incorporó, con la respiración entrecortada.
—Usas su cuerpo. Su mente. Eso no es vida. Es parasitismo.
Evelyn se acercó lentamente, rozando el rostro de Gabriel con sus dedos invisibles.
—¿Parasitismo? No. Amor. Amor absoluto, sin límites ni carne. Algo que tú nunca entendiste.
Lucien avanzó hacia ella. Su aura mental se encendió como una llama azulada. Evelyn rió, encantada.
—Ah… ahí está el fuego que amo. —Su sonrisa se volvió cruel— Pero no puedes atacarme sin dañarlo. Estoy dentro de él. Si me destruyes, lo destruyes a él.
Lucien se detuvo, el alma en vilo. Era cierto. Cada impulso psíquico que lanzara podría herir también la mente de Gabriel. Gabriel, atrapado entre ambos, temblaba.
—Lucien… —dijo con voz quebrada—. No me dejes.
Lucien lo miró con lágrimas en los ojos.
—Jamás.
Entonces cerró los ojos, y su mente se fundió con la de Gabriel. No atacaría desde fuera. Entraría desde dentro.
El mundo desapareció. Lucien se vio en una oscuridad líquida, flotando entre recuerdos fragmentados. Evelyn estaba allí, abrazando a Gabriel como si fueran uno solo.
—No puedes separarnos —dijo ella—. Somos la misma conciencia ahora.
Lucien avanzó, su energía expandiéndose como un sol bajo el agua.
—No. No son uno. Son el dolor y la luz confundidos.
Evelyn gritó, lanzando una ola de imágenes: la infancia de Lucien, su encierro, sus miedos. Intentaba quebrarlo con su propia mente. Pero Gabriel, en silencio, levantó la cabeza. Sus ojos volvieron a ser dorados.
—Lucien —susurró—. Muéstrame la salida.
Lucien tomó su mano. El contacto creó una explosión de luz dorada y azul que atravesó la oscuridad. Evelyn gritó, disolviéndose en un remolino de niebla. Su voz se convirtió en un eco desesperado.
No puedes destruirme. Mientras el amor exista, yo también existiré.
Y desapareció.
Lucien despertó jadeando, sosteniendo a Gabriel en brazos. El resplandor azul se había desvanecido. El río estaba quieto. Los aldeanos yacían inconscientes sobre la nieve, respirando lentamente. Habían sido liberados. Gabriel abrió los ojos, exhausto.
—¿Terminó?
Lucien lo abrazó.
—Por ahora.
Ambos se quedaron allí, envueltos en el silencio blanco. El viento soplaba suave, y por primera vez en semanas, el frío no dolía. Pero, entre los árboles, una sombra se deslizó. Un niño, de no más de diez años, los observaba con los ojos azul intenso.
Sonrió.
—Ella me habló —susurró— Dijo que debía cuidarlos.
Esa noche, mientras dormían juntos en la cabaña, el reloj volvió a marcar la medianoche exacta. El péndulo se detuvo, y una voz infantil resonó en la oscuridad:
—¿Puedo jugar con ustedes ahora?
Y una pequeña mano azulada se apoyó sobre el pecho de Gabriel.