El amanecer llegó teñido de gris, con una nieve espesa cayendo sin pausa. El fuego de la chimenea chisporroteaba débilmente en la cabaña, lanzando sombras danzantes sobre las paredes. Lucien fue el primero en despertar.Sintió algo extraño en el aire, un murmullo lejano, una vibración sutil que no pertenecía al viento.
Giró la cabeza. Gabriel dormía profundamente, envuelto en las mantas. A su lado, sobre el suelo, había un pequeño bulto cubierto con una capa oscura. Lucien se incorporó con el corazón latiendo fuerte. El bulto se movió. Una voz infantil, suave y temblorosa, rompió el silencio.
—Tengo frío.
Lucien retrocedió un paso, desconfiado.
—¿Quién eres?
El niño levantó el rostro. Era pálido como la nieve, con cabellos tan rubios que parecían blancos. Sus ojos… de un azul casi transparente. Demasiado azules.
—No lo sé —dijo con voz apagada— Desperté solo en el bosque. Vi la luz de su casa y entré.
Gabriel, que había abierto los ojos sin moverse, observaba en silencio. Sus dedos buscaron los de Lucien, temiendo lo que ambos estaban pensando. Lucien se agachó lentamente.
—¿Cómo llegaste aquí? ¿De dónde vienes?
El niño bajó la vista.
—No recuerdo. Solo sé que escuché una voz. Una mujer. Me dijo que no tuviera miedo. Que vendría alguien a cuidarme.
Lucien y Gabriel se miraron. Nadie habló durante unos segundos. Finalmente, Gabriel rompió el silencio.
—Está temblando, Lucien. No podemos dejarlo afuera.
Lucien dudó, pero el instinto protector de Gabriel fue más fuerte. Le ofreció una manta, lo acercó al fuego y le sirvió té caliente. El niño lo bebió en silencio, con las manos temblorosas.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Gabriel.
—Me dijeron que me llamara Eliot. —Respondió con una sonrisa suave— ¿Puedo quedarme con ustedes?
Pasaron los días. Eliot se adaptó rápido a la rutina. Ayudaba a cortar leña, alimentaba al caballo del establo y sonreía todo el tiempo.
A veces parecía un pequeño rayo de luz en medio de aquel invierno eterno.
Pero Lucien no podía dormir tranquilo. Cada noche, cuando la nieve golpeaba las ventanas, sentía la misma presencia azul merodeando cerca de la cabaña. Y cuando miraba a Eliot… juraría que sus ojos cambiaban de tono, volviéndose más intensos. Una tarde, mientras Gabriel horneaba pan, Lucien observó al niño jugar frente al fuego. Eliot colocaba pequeños trozos de madera sobre el suelo y los ordenaba en espiral. Lucien se acercó.
—¿Qué haces?
—Es un juego —respondió el niño sin levantar la vista— Me enseñaron que si pongo los trozos así, las voces se quedan quietas.
Lucien sintió un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Qué voces, Eliot?
El niño levantó la cabeza y sonrió.
—Las que viven en el hielo.
Esa noche, Gabriel despertó sobresaltado.
Había soñado con Evelyn otra vez, pero no como antes. En el sueño, ella no era adulta, ni espectral. Era una niña. De ojos azules. Se sentó en la cama con el corazón acelerado. Lucien dormía a su lado. El fuego se había apagado, y en la oscuridad… una figura pequeña estaba de pie, observándolo. Eliot. El niño lo miraba con curiosidad.
—Tuve una pesadilla —dijo—. ¿Puedo dormir contigo?
Gabriel dudó un instante, pero no vio malicia en él. Asintió.
—Claro. Ven aquí.
Eliot se acostó entre ellos. El contacto de su piel estaba helado, casi gélido, pero su expresión era tranquila. Gabriel lo miró hasta que el sueño volvió a vencerlo. Al día siguiente, el niño amaneció jugando en la nieve. Lucien y Gabriel desayunaban junto a la ventana, en silencio. El tema era inevitable.
—Lucien —dijo Gabriel, rompiendo el hielo— No lo siento… como antes. Si fuera Evelyn, lo sabría. No hay odio, ni deseo. Solo inocencia.
Lucien lo miró con seriedad.
—Evelyn no es solo una mente, Gabriel. Es una idea, un fragmento. Puede dividirse, disfrazarse. Tal vez no recuerde quién fue… todavía.
Gabriel frunció el ceño.
—No podemos juzgarlo por lo que podría ser.
—Y no podemos ignorar lo que ya fue —replicó Lucien con dureza.
Sus miradas se cruzaron, tensas. El fuego parpadeó entre ellos como si reflejara la duda. Fuera, Eliot seguía jugando. Con la nieve formaba figuras perfectas: círculos, triángulos, líneas que se unían como runas. A cada figura la soplaba suavemente, y el aire alrededor cambiaba de temperatura.
Gabriel lo observó con una mezcla de ternura y miedo. Esa noche, el sueño volvió. Pero no para Gabriel. Lucien se encontró en una habitación oscura, sin ventanas. El suelo estaba cubierto de nieve, y en el centro, Eliot lo esperaba, sentado sobre una silla de madera.
—¿Dónde estoy? —preguntó Lucien.
—Donde todo empezó —respondió el niño— Donde me hiciste.
Lucien dio un paso atrás.
—No. No eres ella.
Eliot sonrió con tristeza.
—No lo sé. Pero en mis sueños, escucho su voz. Me dice que te cuide. Que tú me enseñaste a sentir.
Lucien tembló.
—¿Qué quieres de mí, Eliot?
—Nada. —El niño bajó la mirada — Pero ella quiere volver. Dice que necesita un cuerpo. Y el mío… ya casi no me pertenece.
El aire se volvió pesado. El niño levantó la vista. Sus ojos brillaban con una intensidad azul imposible.
—Lucien… —susurró—. Ayúdame.
Lucien corrió hacia él, pero antes de alcanzarlo, todo se volvió blanco. Despertó con un grito. Gabriel se sobresaltó, tomándolo del rostro.
—¡Lucien! ¿Qué pasa?
Lucien se levantó de golpe, mirando a su alrededor. El fuego seguía ardiendo. Eliot dormía frente a la chimenea, envuelto en mantas. Pero una de sus manos asomaba fuera de la tela. Y no era rosada. Era azul.
Lucien se inclinó, temblando. Gabriel se acercó también. La piel del niño tenía un brillo helado, casi translúcido. Y sobre su muñeca, tallado como una marca, se distinguía un símbolo: la misma espiral que Evelyn había usado en el bosque para invocar su poder. El fuego parpadeó. Eliot abrió los ojos.