Susurros De La Mente

Dentro del Hielo

El silencio era tan profundo que el fuego crujía con un sonido distante, como si ardiera en otro mundo. Lucien sostenía al niño entre sus brazos; el cuerpo de Eliot estaba helado, casi sin pulso. Sus ojos abiertos, de un azul imposible, lo miraban sin verlo. Gabriel se arrodilló junto a ellos, con el rostro pálido, la respiración temblorosa. Podía sentirlo: Evelyn estaba allí. No fuera, sino dentro.

—Lucien —susurró—. No podremos sacarla por la fuerza.

Lucien alzó la mirada, con desesperación.

—Si entras, podría atraparte también. No sabrías distinguir qué es real y qué es ella.

Gabriel apoyó la frente sobre la del niño, cerrando los ojos.

—Ya he estado prisionero de su poder antes. Pero ahora sé cómo amar sin miedo.

Lucien quiso detenerlo, pero Gabriel ya había cerrado los ojos por completo. Su respiración se ralentizó. Su cuerpo se tornó inmóvil. Y su mente… cruzó el umbral. Al principio no había nada. Solo oscuridad y el eco de una respiración ajena. Luego, el suelo apareció bajo sus pies: una extensión infinita de hielo agrietado. El cielo era blanco, y el aire tenía un sabor metálico.

Gabriel avanzó con cautela. A lo lejos, una figura pequeña estaba de rodillas, intentando sostener una esfera luminosa entre sus manos. Eliot.

—¡Eliot! —gritó, corriendo hacia él—. ¡Eliot, escúchame!

El niño lo miró, y sus ojos parpadearon entre el azul y el dorado.

—No puedes ayudarme. Ella está aquí… —susurró.

El hielo bajo sus pies se agrietó. Del abismo emergió una sombra. Evelyn. Vestía de blanco esta vez, y su rostro era sereno, casi maternal.

—Qué conmovedor, Gabriel. Siempre tan puro, tan dispuesto a salvar. ¿No te cansa ser la víctima eterna del amor?

Gabriel la enfrentó con la voz firme.

—No soy una víctima. Soy su esperanza.

Evelyn rió suavemente.

—¿Esperanza? Qué palabra inútil. Yo también amé una vez. Pero el amor no me salvó. Me convirtió en esto.

Se acercó a él, el hielo brillando bajo sus pies desnudos.

—Lucien me rechazó. Y tú eres lo que él más ama. Su reflejo dorado. Su debilidad. ¿Por qué no comprender que estamos hechos de la misma esencia? Tú amas… como yo amé. Con obsesión.

Gabriel negó lentamente.

—No, Evelyn. Yo amo con fe. Y eso es lo que te destruye: nunca supiste creer en alguien más que en ti misma.

Evelyn lo miró con una mezcla de ira y tristeza.

—Y tú crees que el amor lo puede todo. ¿Quieres demostrarlo? Muy bien.

Extendió una mano. El hielo se abrió, revelando un laberinto bajo la superficie, un mundo de reflejos y voces.

—Encuentra al niño —dijo ella— Pero recuerda: solo uno de ustedes podrá salir.

Gabriel respiró hondo y bajó. El laberinto era un espejo de sí mismo. Cada pasillo mostraba sus recuerdos: su infancia, su primer miedo, sus días de soledad, la primera vez que vio a Lucien. A cada paso, Evelyn susurraba dentro de su mente.

¿Qué harías si descubres que Lucien no te necesita? ¿Si su amor fue solo un reflejo de tu inocencia perdida?

Gabriel avanzó sin responder. Sabía que cada palabra era un intento de quebrarlo. Pero cuando dobló un último pasillo, se detuvo en seco. Frente a él, Eliot lloraba, acurrucado, rodeado de una luz azul temblorosa.

—Eliot… —dijo Gabriel suavemente, acercándose.

El niño levantó la vista.

—Ella quiere quedarse. Dice que si se va, yo moriré.

Gabriel se arrodilló, tomándole las manos.

—Eres más que su creación, Eliot. Eres la parte de ella que aún puede amar sin miedo. Esa es tu vida. Eso es lo que te hace real.

El niño lo miró, con lágrimas en los ojos.

—¿Y si me voy, qué pasará con ella?

Gabriel tragó saliva.

—Tal vez… finalmente descanse.

Eliot asintió lentamente. El hielo a su alrededor comenzó a agrietarse. Evelyn apareció detrás de ellos, furiosa.

—¡No te atrevas! —gritó—. ¡No puedes arrebatarme lo único que aún me pertenece!

Gabriel se puso de pie, extendiendo los brazos. Una luz dorada emanó de su cuerpo, tan intensa que el hielo se volvió transparente.

—No te estoy arrebatando nada, Evelyn. Te estoy liberando.

El aire vibró. Evelyn gritó, y por un instante, su rostro se transformó: ya no era la mujer cruel, sino la joven perdida que alguna vez había amado a Lucien.

—No quiero desaparecer… —susurró.

Gabriel la miró con ternura.

—Entonces vive en paz. No en la mente de un niño.

La luz los envolvió a todos. Lucien sintió el cambio antes de verlo. El cuerpo de Gabriel, inerte hasta ese momento, comenzó a brillar. El aire se volvió cálido. Y Eliot… respiró. El color regresó a su piel. Sus ojos se abrieron, esta vez dorados, como si la luz de Gabriel se hubiese transferido a él. Gabriel despertó jadeando, las lágrimas corriendo por su rostro. Lucien lo sostuvo entre sus brazos.

—¿Lo lograste?

Gabriel asintió, débil.

—Evelyn… se fue. Eliot está libre.

Lucien miró al niño, que dormía plácidamente junto al fuego.

—¿Y tú?

Gabriel sonrió con cansancio.

—Yo… la vi. Por primera vez, no sentí miedo por ella. Solo compasión.

Lucien lo abrazó, cerrando los ojos con alivio. El fuego volvió a brillar con fuerza. Por fin, el silencio era verdadero. A medianoche, mientras ambos dormían, el viento sopló desde el norte. Una de las velas se apagó sola. Eliot se incorporó lentamente, sus ojos dorados reflejando el fuego.

—Gracias por salvarme —murmuró—. Pero ella… no se fue.

Alzó la mirada hacia la ventana. Fuera, en la nieve, una figura femenina caminaba descalza bajo la tormenta. Su piel era de hielo. Y en sus labios, una sonrisa que no pertenecía a ningún sueño.




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