El invierno no cesó. Ni una sola mañana amaneció sin copos suspendidos en el aire, como si el cielo hubiera olvidado cómo ser azul. Frostmoor parecía detenido en un instante eterno, y la cabaña de Lucien y Gabriel se alzaba como una isla en medio de un océano blanco.
Pero algo había cambiado. El silencio ya no era paz. Era espera. Eliot dormía cada noche junto al fuego. Su respiración era pausada, pero Gabriel notaba en ella un ritmo ajeno, una cadencia que no era humana. Desde aquella madrugada en que sus ojos brillaron de azul, el niño ya no soñaba. Y, sin embargo, hablaba dormido.
—No tengan miedo —susurraba entre murmullos— Ella solo quiere verlos una vez más.
Gabriel despertaba sobresaltado, y Lucien acudía enseguida, siempre alerta. Ambos sabían quién era ella. Pero ninguno se atrevía a pronunciar su nombre. Las noches se volvieron cada vez más extrañas. El fuego parpadeaba solo. Las sombras parecían moverse cuando nadie miraba. Y el hielo de las ventanas formaba dibujos con forma de espirales la misma marca grabada en la muñeca del niño.
Una madrugada, Gabriel abrió los ojos y vio algo imposible. Frente a la chimenea, entre las llamas, una figura femenina se perfilaba apenas. Su silueta hecha de escarcha. Sus cabellos, fluyendo como humo blanco. Su piel, translúcida, brillante. Evelyn.
Gabriel se incorporó lentamente.
—No puedes estar aquí —murmuró—. Ya te fuiste.
La figura giró la cabeza. Sus ojos azules lo atravesaron con una dulzura inquietante.
—¿Tan pronto me olvidaste, Gabriel? —dijo con voz calma, casi maternal— No vine a hacerte daño. Solo a recordarte lo que sientes cuando dejas de amar sin miedo.
Gabriel retrocedió. —No soy tu enemigo.
—No, —sonrió ella— Pero podrías ser mi redención.
El fuego crepitó y la figura se desvaneció, dejando tras de sí un aire helado. Lucien se despertó sobresaltado por el sonido.
—¿Qué ocurrió?
Gabriel lo miró sin hablar. Solo una palabra cruzó su mente: ella. A partir de esa noche, Evelyn dejó de aparecer en forma visible. Pero su presencia impregnó todo. Los pensamientos se confundían, los recuerdos se mezclaban.
Gabriel comenzó a sentir cosas que no recordaba haber vivido. Una melodía que no conocía, pero que podía tararear. Una frase susurrada en la oscuridad:
Prométeme que no me olvidarás.
Y, en medio de esas visiones, veía a Evelyn no como enemiga sino como alguien triste.
Una sombra que lloraba bajo la nieve. Lucien notó el cambio. Gabriel ya no reía como antes, ni lo miraba igual. Había algo distante, como si una parte de él se le escapara a cada amanecer. Una tarde, al regresar del bosque, encontró a Gabriel de pie frente a la ventana, con la mirada perdida.
—¿Qué ves? —preguntó Lucien.
Gabriel sonrió apenas.
—La nieve… se mueve distinto hoy.
—No hables así. —Lucien se acercó y tomó su mano— No dejes que entre.
Gabriel lo miró con ternura.
—¿Y si ya está dentro?
Lucien lo abrazó con fuerza, sintiendo que el cuerpo de Gabriel temblaba. Por primera vez en mucho tiempo, el calor entre ellos no bastó para ahuyentar el frío. Esa noche, Gabriel soñó. Caminaba entre los árboles cubiertos de hielo. A lo lejos, la figura de Evelyn lo esperaba, vestida con un manto blanco. No había malicia en ella, solo tristeza.
—No quise volver —dijo ella, con voz que parecía viento— Pero tú me trajiste.
—¿Qué dices?
—Cuando me compadeciste, cuando deseaste mi paz… me diste un lugar en tu mente.
Gabriel dio un paso atrás, horrorizado. Evelyn lo observó con una mezcla de ternura y desesperación.
—No quiero tu cuerpo, Gabriel. Quiero tu memoria. Tu pureza. Quiero existir en ti, donde nadie me odie.
El paisaje se quebró en mil fragmentos de hielo. Gabriel cayó de rodillas, cubriéndose la cabeza.
—¡No! ¡No te lo permitiré!
Evelyn se inclinó y rozó su frente con un dedo.
—No podrás detener lo que ya empezó.
Lucien se despertó con un grito. Gabriel estaba de pie frente a la cama, los ojos abiertos, fijos en la oscuridad. Sus labios se movían, murmurando algo. Lucien lo tomó por los hombros.
—¡Gabriel! ¡Despierta!
El rubio lo miró lentamente. Su voz era otra.
—Ella está triste, Lucien. No la escuchas… pero yo sí.
Lucien retrocedió, horrorizado. Evelyn estaba ganando, pero no con fuerza. Sino con compasión. Durante los días siguientes, Gabriel se volvió errático. A veces hablaba como si Evelyn fuera una vieja amiga. Otras, lloraba sin motivo aparente, jurando escuchar sus pensamientos mezclados con los suyos.
Lucien, desesperado, buscó ayuda en los libros antiguos de mentalismo. Aprendió de un ritual prohibido, un vínculo espejo: unir dos mentes completamente, compartiendo recuerdos, emociones y poder. Pero si uno de los dos caía… ambos se perderían para siempre. A medianoche, lo intentó. Encendió un círculo de velas y tomó la mano de Gabriel, que dormía profundamente. Sus mentes se unieron.
El contacto fue inmediato, abrumador. Sintió la tristeza de Gabriel, su amor, su miedo y, detrás, la voz de ella.
Evelyn.
—¿Tan lejos llegarías por él? —susurró dentro de su mente— ¿Aun sabiendo que podrías destruirlo?
Lucien respondió sin vacilar:
—Por él, me destruiría a mí mismo.
El fuego de las velas se alzó en una llamarada azul. La cabaña entera tembló. Y entonces el silencio. Gabriel despertó solo. El fuego estaba apagado. Lucien no estaba en la habitación. Solo quedaba un espejo en el suelo, agrietado, cubierto de escarcha. En su superficie, se reflejaban tres figuras: él, el niño Eliot y Evelyn, sonriendo detrás de ambos. Del espejo emanó una voz suave, dulce, casi humana:
—No llores, Gabriel. No lo perdímos. Solo lo traje conmigo. Aquí, donde el amor nunca muere.
El reflejo de Lucien abrió los ojos dentro del vidrio. Y sus labios formaron una palabra que heló la sangre de Gabriel.