—No me dejes —susurró Gabriel, con la palma sobre el vidrio.
El espejo estaba helado. La piel le ardió al contacto; un dolor rápido, limpio. Se obligó a respirar. Detrás de él, el niño Eliot dormía arrullado por el fuego, ajeno a la grieta que se abría entre destinos; el péndulo del reloj marcó un tic único, casi un gesto de cortesía, y el silencio fue la puerta.
Gabriel cerró los ojos. Recordó cada cosa que amaba de Lucien: la tensión de sus manos cuando arreglaba relojes, el rastro de su respiración cuando el miedo por fin cedía, la entonación grave en que decía su nombre —su nombre real, no el que los otros le imponían— como si el mundo debiera arrodillarse. Hizo de ese recuerdo un hilo, uno dorado, y lo anudó a su corazón.
Luego, empujó.
La superficie del espejo cedió con la resistencia de un estanque. Hubo un estremecimiento un segundo donde la madera de la cabaña crujió y los faroles de Frostmoor pestañearon al unísono y Gabriel fue tragado por un frío sin agua, un descenso en el que no existía el peso porque lo que caía no era el cuerpo sino la memoria. El invierno, allá dentro, no tenía nieve: tenía silencio.
Despertó por primera vez en un pasillo de cristales. No eran paredes: eran estrechos planos suspendidos en un vacío de humo, como si alguien hubiera desmontado un palacio y hubiera dejado flotando los fragmentos más afilados. Cada plano devolvía un reflejo suyos y de nadie, ecos levemente desajustados en los que su rostro parpadeaba un milímetro a destiempo. Caminó, y el ligero repiqueteo de sus botas parecía reproducirse en cien pasillos a la vez.
—Lucien —dijo, y su voz regresó en mil timbres: Lucien, lucien, l—u—c—i—e—n—, hasta perder forma.
Una carcajada, baja, sin malicia y sin perdón, se deslizó por los bordes.
—Qué hermoso es cuando el amor no aprende la distancia —dijo la voz de Evelyn, sin ser aún cuerpo—. Pasaste sin esperar un signo, sin negociar con la noche, como si la noche te debiera algo.
Gabriel apretó el hilo dorado, que vibró tibio en su pecho. Siguió avanzando. Cada plano de cristal que cruzaba le mostraba una sombra de Lucien: una versión de él en la que sus ojos no lo reconocían, otra en la que masticaba una sonrisa perversa, otra —la peor— en la que su rostro estaba en paz con un olvido que no lo incluía. Se obligó a no mirar demasiado. Recordó a Lucien en la cabaña, en la sobremesa, con el mentón apoyado en la palma; fijó esa imagen hasta convertirla en brújula.
El pasillo se abrió, al fin, a una sala. Era una sala de teatro sin butacas, un círculo de espejos con un escenario mínimo: una plataforma de madera sobre la que un hombre repetía una escena. Era Lucien , era y no, vestido con un levitón negro, inclinado sobre un reloj gigante cuyo péndulo atravesaba el aire con la precisión de un verdugo.
—Demasiado tarde —murmuraba ese Lucien—. Siempre un segundo tarde. Siempre un nombre tarde.
—Lucien.
La figura levantó la cabeza. Los ojos eran azules, sí, pero sin el brillo de hielo que a Gabriel le dolía y le salvaba. Eran ojos construidos.
—¿Quién eres? —preguntó el que era y no era.
Gabriel no respondió. Bajó de la plataforma el hilo de su voz. El péndulo rozó su frente y lo dejó en la piel un escalofrío de metal. Subió al escenario. Quiso tocar.
—No —dijo Evelyn, y esta vez estuvo de cuerpo: surgió del espejo más alto, bajó por la superficie como agua que aprende a caminar y pisó la madera sin ruido. Vestía blanco; el blanco aquí no era pureza, sino ausencia de calor. Su cabello, que antes había sido humo, era ahora nieve cayendo al revés— Tocar aquí te hiere a ti primero.
—Devuélvelo —dijo Gabriel. Su voz era tranquila, pero dentro algo sacaba uñas.
Evelyn ladeó la cabeza, suave:
—Si te devuelvo lo que me impide morir, ¿qué me otorgas a cambio? Me diste piedad y piedad fue un palacio por donde entrar. Quieres llevártelo y dejarme en la intemperie. ¿Te parece amor eso?
—No vine a discutir cómo llamas a tu hambre.
—No es hambre —sonrió— Es forma de existir.
El péndulo marcó una sílaba de vacío. El falso Lucien volvió al reloj y levantó, con una precisión mecánica, la tapa de latón; sacó de adentro un puñado de números y los dejó caer, como si fueran semillas. Gabriel, con el hilo dorado clavado en la palma, dio un paso hacia Evelyn.
—Tú dijiste —y recordó sus palabras— que no querías su cuerpo, sino mi memoria. Dijiste que querías existir en paz. Eso no ocurre parasitando.
—No parasito, habito —replicó ella, sin violencia—. Habito lo que el miedo desalojó. En la mente de Lucien hay habitaciones cerradas por vergüenza. En la tuya, hay salones sin muebles porque todo lo diste. Te ofrezco un pacto: yo guardo. Tú sientes. Él respira.
Gabriel calló. No porque vacilara, sino porque sintió a Lucien, de golpe, como se siente el pulso en la muñeca cuando se aprieta en el punto exacto: una vibración real, suya. Un destello azul, del verdadero, cruzó el aire como un pez bajo hielo. Se giró.
—Ahí estás.
No era el Lucien del escenario; era una sombra a dos planos más allá, apenas un trazo en la plata del vidrio. Gabriel se lanzó, y el teatro giró como una caja de música descompuesta. Cayó contra el borde del espejo; la superficie se comportó como piel bajo la presión de un dedo. Hundió la mano. El vidrio lo mordió con un filo sin sangre. Apretó el hilo dorado. Lo dejó entrar. El mundo cambió de costillas. Cayó sobre nieve seca.
Lucien estaba a pocos pasos, de rodillas, con las manos enlazadas detrás de la nuca, como si obedeciera a una voz de órdenes. El paisaje era un lago congelado, pero el hielo tenía formas de letras: lo que se helaba aquí eran palabras. Una bruma baja rozaba los tobillos. El cielo no era cielo; era techo de espejo. Gabriel corrió hacia él.