Susurros De La Mente

El Reflejo Que Respira

El aire de la cabaña se volvió denso, pesado como la niebla sobre un cementerio. El fuego tembló dentro del hogar, arrojando sombras que parecían moverse con voluntad propia. Gabriel no podía apartar la vista de aquella ventana de hielo, suspendida en la puerta como un ojo que observaba. El latido detrás del cristal resonaba en su pecho, pero no como un eco ajeno. Era su propio corazón, duplicado, descompasado.

Lucien se aferró al borde de la mesa, respirando con dificultad. No recordaba todo, pero algo en su interior una memoria sin rostro lo mantenía en guardia.

—Gabriel —susurró—, aléjate de eso.

—No puedo —respondió él, sin despegar la mirada— Está hecho de mí.

Eliot, encogido en un rincón, temblaba.
Sus ojos dorados parecían absorber la luz.

—No es ella —repitió— Lo siento. Ella duerme, pero tú… tú sigues despierto en dos lugares.

Gabriel sintió un nudo en la garganta.
Comprendió. Cuando pronunció su nombre ante el espejo, cuando entregó su esencia, había dividido algo más que su alma: había creado un reflejo con conciencia propia. Un segundo Gabriel. Una versión sin duda, sin compasión, sin límite.

El hielo vibró. Y entonces salió. El cristal se partió sin ruido, deslizándose como un velo. De entre la grieta emergió una silueta: alta, delgada, idéntica a Gabriel, pero más pálida, con los ojos de un gris metálico que no contenía humanidad alguna. Su voz, cuando habló, era idéntica… pero vacía.

—Por fin. Respirar es tan… extraño.

Lucien se interpuso de inmediato, su instinto más antiguo que sus recuerdos.

—No te acerques a él.

El reflejo lo miró con curiosidad.

—No lo recuerdas, ¿verdad? —dijo con suavidad— Lo amabas tanto que vendiste su nombre. Y ahora él me lo dio a mí.

Gabriel apretó los puños.

—No tienes derecho a existir.

El reflejo sonrió.

—Entonces elimíname. Pero si muero yo, mueres tú. Somos el mismo corazón latiendo en direcciones opuestas.

Un viento gélido barrió la cabaña, apagando todas las velas. El reflejo dio un paso hacia Gabriel, y en ese instante, la barrera invisible que los separaba se quebró. Ambos sintieron un tirón brutal en el pecho, como si un hilo los uniera desde el alma. Lucien gritó:

—¡Gabriel, no! ¡Es un vínculo!

Pero ya era tarde. El reflejo levantó la mano, y el aire se volvió hielo. Gabriel respondió sin pensar, su luz dorada brotando de las palmas. Ambos poderes chocaron en el centro de la cabaña con un estallido que lanzó al niño contra la pared.

La habitación se llenó de luz y oscuridad entrelazadas, de hielo y fuego, de oro y sombra. Y en medio del caos, Lucien sintió algo romperse dentro de él. Su mente, privada de recuerdos, intentó abrirse para comprender. Y entonces… vio.

Vio su pasado con Gabriel, sus noches de paz, las promesas susurradas, el beso bajo la tormenta, la vez que juró protegerlo aunque el mundo se deshiciera. Todo regresó en un torrente de imágenes. Lucien cayó de rodillas, con lágrimas en los ojos.

—Gabriel… —susurró — Eres tú. Todo esto… eres tú.

El reflejo lo miró con un gesto ambiguo.

—No, Lucien. Él ya no es él. Yo soy el verdadero ahora. El que no duda. El que no teme.

Gabriel gritó, lanzándose hacia él, pero el reflejo fue más rápido.bLo tomó del cuello, levantándolo del suelo sin esfuerzo. Su contacto no era sólido ni etéreo, sino ambas cosas.

—Me diste tu nombre —dijo el reflejo— Ahora dame tu cuerpo.

Lucien, aún de rodillas, alzó la mano temblorosa. Su poder azul que durante tanto tiempo lo había definido comenzó a despertar, ardiendo en las venas. El reflejo se giró hacia él.

—¿También tú, ángel caído? No tienes poder sin su fe.

Lucien sonrió, con la serenidad de quien recuerda quién es.

—Pero tengo su amor. Y eso basta.

El aire estalló. Lucien canalizó toda su energía mental hacia el vínculo entre ambos Gabriel. El reflejo gritó, soltando al original, que cayó al suelo jadeando. El piso se agrietó, y el espejo roto comenzó a rearmarse por sí solo, girando como un vórtice de luz plateada. Lucien lo entendió: el espejo quería cerrarse, sellar el desequilibrio. Tomó a Gabriel de la mano.

—Debes volver a unirte a él.

—¿Qué dices? ¡No puedo! ¡Si lo hago, me destruirá!

—No, Gabriel. Si no lo haces, él destruirá al mundo.

El reflejo, tambaleante, levantó la vista. Su voz sonó quebrada.

—No quiero morir. No quiero volver a ser parte de ti. Yo también… existo.

Por un instante, Gabriel lo miró con compasión. Vio en él no solo su oscuridad, sino su dolor, su desesperación, su deseo de existir sin miedo. Y comprendió. Avanzó hacia su reflejo, ignorando el grito de Lucien.

—Entonces ven conmigo —dijo—. No morirás. Pero no volverás a dominar.

—¿Me perdonas? —preguntó la copia.

—Sí —susurró Gabriel—. Porque también eres mi pecado.

Y lo abrazó. El impacto fue devastador. El espejo absorbió a ambos, fusionándolos en un torbellino de luz y hielo. Lucien corrió, extendiendo la mano, pero el vórtice lo lanzó hacia atrás. El cristal se cerró con un sonido seco. La cabaña quedó en silencio. Solo Eliot respiraba, mirando el espejo que ahora reflejaba nada. Lucien se incorporó, tambaleante. Golpeó el vidrio con desesperación.

—¡Gabriel! ¡Gabriel, respóndeme!

Nada. Solo su propio reflejo le devolvía la mirada. Pero entonces, en el fondo del cristal, algo brilló. Una silueta. Un par de ojos dorados, abriéndose lentamente. Lucien se acercó al espejo, con el corazón detenido. La figura dentro del cristal sonreía. Parecía Gabriel. Pero sus ojos no eran dorados. Eran de un tono plateado helado. Y, al pronunciar su nombre, la voz que emergió del vidrio no era la de Gabriel. Era una mezcla imposible entre la suya y la del reflejo:

—Lucien… estoy… completo.

Y detrás de esa sonrisa, algo una sombra que no era Evelyn ni el reflejo, sino una nueva conciencia abrió los ojos.




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