Susurros De La Mente

El Hombre del Espejo

El viento azotaba la cabaña, haciendo temblar las paredes de madera y el cristal helado de las ventanas. Lucien continuaba frente al espejo, con la mano presionada contra el vidrio, buscando alguna respuesta. El fuego casi se había extinguido, pero no se atrevía a moverse, por miedo a perder el reflejo que acababa de volver.

Los ojos al otro lado del cristal lo observaban. Grises. Luminosos. Fríos como el acero, y sin embargo contenían algo cálido. Un matiz dorado que aparecía y desaparecía, como si el alma luchara por mantenerse encendida.

—Gabriel… —susurró, con la voz quebrada.

La figura dentro del espejo sonrió con lentitud.

—Lucien. Me oyes. Me ves. Estoy aquí.

El espejo vibró, el aire se volvió espeso, y en un instante el reflejo atravesó la superficie como un cuerpo emergiendo del agua. Cayó de rodillas frente a él, empapado de escarcha, respirando con fuerza. Lucien se arrodilló a su lado y lo sostuvo con ambas manos. Su piel estaba helada, pero su pulso… era real. Demasiado real.

—Gabriel… — repitió— Me oyes, ¿verdad?
Gabriel alzó la vista, y Lucien sintió una punzada en el pecho.

Había ternura en esa mirada… pero también algo nuevo, desconocido. Una calma antinatural, una serenidad que rozaba lo inhumano.

—Estoy completo —dijo Gabriel, con un hilo de voz que vibró como un eco dentro de las paredes— Ya no hay sombra ni reflejo. Solo yo.

Lucien quiso creerle. Quiso hacerlo con todo su ser. Pero mientras lo abrazaba, una sensación lo recorrió: un leve temblor en el aire, una vibración eléctrica. El poder que emanaba de Gabriel no era el mismo. Antes era cálido y dorado. Ahora tenía un matiz plateado, frío, como la luz de una luna sin alma.

Los días siguientes transcurrieron en una calma extraña. El invierno seguía cubriendo Frostmoor, pero algo en el entorno había cambiado. Los pájaros no cantaban, el río se había vuelto tan quieto que parecía un espejo, y el fuego de la cabaña ardía sin emitir humo.

Lucien despertaba cada mañana con la sensación de estar soñando. Gabriel se movía por la casa como si siempre hubiera estado allí, como si el espejo nunca hubiera existido. Era el mismo en su voz, en sus gestos, en su sonrisa pero diferente en su silencio. Ya no reía. Ya no tenía pesadillas. Y cuando Lucien lo tocaba, su piel parecía retener el frío por unos segundos más de lo natural. Eliot, el niño, lo notó primero.

—No deberías mirarlo a los ojos tanto tiempo —dijo una tarde, mientras tallaba una figura de madera junto al fuego.

Lucien lo miró sorprendido.

—¿Por qué dices eso?
Eliot bajó la voz.

—Porque a veces sus ojos se mueven antes que su rostro. Como si supieran lo que vas a decir.

Lucien sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Esa noche, cuando Gabriel dormía, se acercó con sigilo. La luz del fuego caía sobre su rostro sereno. Era hermoso, idéntico, pero demasiado quieto. Lucien extendió la mano y rozó sus labios. No había calor. Y entonces, sin abrir los ojos, Gabriel habló.

—¿Por qué temes lo que ya sabías? —susurró.

Lucien retrocedió, sobresaltado.

—¿Estás despierto?

Gabriel abrió lentamente los ojos. Por un instante, brillaron en ellos dos luces distintas: una dorada… y otra gris.

—Siempre lo estoy.

Esa madrugada, Lucien decidió salir. El bosque blanco lo recibió en silencio. El aire tenía un sabor metálico, y las ramas se curvaban como si escucharan. Caminó hasta el lago congelado y se arrodilló. Bajo el hielo, creyó ver un destello. El reflejo de Gabriel pero distinto. Más humano. Más cálido. Más real. Una voz, débil pero clara, se elevó desde las profundidades.

—Lucien… el que está contigo no soy yo.

Lucien se quedó paralizado. El corazón le golpeó el pecho con tanta fuerza que casi perdió el equilibrio.

—¿Gabriel? ¿Eres tú?

—Sí… —susurró la voz, amortiguada por el hielo— Lo que abrazaste… es mi reflejo. No me uní con él. Me reemplazó.

El lago vibró. Las grietas del hielo se expandieron. Lucien dio un paso atrás, horrorizado.

—Entonces… ¿dónde estás?

—En el espejo. Atrapado.

—Pero lo destruí.

—No. Solo cambió de forma. Ahora está dentro de él. Dentro de lo que llamas Gabriel.

Un rugido bajo, como de tormenta, estremeció la superficie. Lucien miró hacia atrás. A unos metros, de pie entre los árboles, estaba Gabriel. Observándolo. Sin moverse. Sonriendo apenas. El hielo se quebró bajo sus pies. Lucien cayó de rodillas. Cuando volvió a mirar, el reflejo bajo el agua había desaparecido. Esa noche, el fuego ardía más alto que nunca. Gabriel estaba sentado en silencio, mirando las llamas. Eliot dormía. Lucien se acercó con cautela.

—Estuviste en el bosque —dijo Gabriel, sin apartar la vista del fuego.

—Tenía que pensar.

—¿Y qué pensabas?

—En nosotros.

Gabriel giró lentamente la cabeza. Sus ojos brillaban con un resplandor plateado.

—¿Dudas de mí?

Lucien sintió el aire cortársele.

—No… no es eso. Es solo que… algo cambió en ti.

Gabriel sonrió, pero su sonrisa era un arma.

—Todo cambia, Lucien. Incluso el amor.

Se levantó despacio. Cada movimiento suyo parecía calculado, perfecto, pero carente de alma. Lucien retrocedió un paso. El suelo crujió bajo su pie, y un leve destello azul se filtró por la grieta. Era el sello del espejo.
Seguía allí, bajo la casa. Gabriel notó la mirada de Lucien y la siguió.

—Ah —dijo suavemente— Lo sientes también, ¿verdad? La llamada del reflejo. El eco del otro.

—¿Qué hiciste con él? —preguntó Lucien, con voz apenas audible.

Gabriel sonrió sin responder.

—No lo destruí. Lo contuve. Y a veces… lo escucho. Dice cosas hermosas. Me recuerda lo que fuimos.

Lucien dio un paso atrás.

—No eres Gabriel.

El silencio cayó como una losa. Por primera vez desde su regreso, los ojos de Gabriel o lo que fuera perdieron la calma. Una emoción desconocida, mezcla de ira y dolor, los atravesó.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.