—¡No pueden llevarlo! —había gritado mientras la policía lo sujetaba entre los escombros humeantes— ¡Está enfermo, no es culpable!
Un inspector de rostro pétreo lo miró con desprecio.
—La evidencia dice otra cosa, señor Duval. El joven Lavigne fue hallado con las manos cubiertas de sangre y un símbolo extraño pintado con hollín a su alrededor. No hay nadie más vivo en esa casa.
Lucien había intentado explicarlo todo: la manifestación, el espejo, el fuego que no ardía con leña sino con pensamientos. Pero cuanto más hablaba, más lo miraban como a un lunático.
Días después, el carruaje de la policía atravesó las rejas del Sanatorio de Hollowgate, en las afueras de la ciudad.
Era un edificio de piedra gris, envuelto en niebla, con pasillos tan silenciosos que hasta el tic del reloj parecía un grito. Allí internaron a Gabriel. Lo declararon “mentalmente inestable tras un episodio delirante de naturaleza homicida”.
Lucien fue interrogado aparte, en las oficinas del distrito. Una habitación fría, una lámpara colgante, y el inspector Wycliffe un hombre de voz áspera y mirada demasiado viva sentado frente a él.
—Dice usted que había… una mujer de humo.
—El inspector hojeó los documentos sin levantar la vista— Y que el fuego no era real.
Lucien sostuvo su mirada.
—El fuego era real. Lo irreal fue su causa.
—¿Y qué causa fue esa, señor Duval? ¿Un hechizo? ¿Una maldición? ¿O simplemente una historia para proteger al amante?
Lucien apretó los puños bajo la mesa.
El olor a tinta y humedad le resultaba insoportable.
—Gabriel no es un asesino. Lo que sucedió en esa mansión no pertenece a este mundo.
—Oh, créame, señor Duval —dijo el inspector con una sonrisa irónica— Si algo he aprendido en mi oficio, es que todo pertenece a este mundo cuando se trata de pagar por ello.
Lucien entendió, entonces, que las palabras no servirían. Salió del edificio con el alma en ruinas, bajo una llovizna que parecía llorar con él. Sabía que si no actuaba rápido, Gabriel quedaría encerrado para siempre entre muros donde la razón y la locura eran una misma prisión.
Las noches en Hollowgate eran peores que cualquier pesadilla. Gabriel lo descubrió el primer día, cuando lo encerraron en la celda número 13: paredes acolchadas, una ventana con barrotes y un silencio tan profundo que podía escuchar su propio corazón descomponerse. No dormía. Cuando lo intentaba, la oscuridad cobraba voz. Susurraba.
No destruiste nada, solo cambiaste de cuerpo…
Los médicos lo observaban a través de la mirilla de la puerta. Uno de ellos, el doctor Hensley, anotaba sin expresión.
—Delirios recurrentes. Culpabilidad extrema. Alucinaciones auditivas.
Gabriel sonreía sin reír.
—No son alucinaciones… — susurraba — Son ecos.
La primera semana transcurrió entre inyecciones y preguntas sin respuesta. Le prohibieron escribir, cantar, pensar en voz alta. Le llamaban paciente 73, y cada día le arrancaban un fragmento de sí mismo con una dosis de morfina y silencio. Pero una noche, el viento se coló por la rendija del techo. Traía un aroma familiar: madera húmeda, incienso, y la fragancia de Lucien. Gabriel se incorporó lentamente.
—¿Lucien…?
El aire frente a él tembló. Por un instante, creyó verlo, de pie, vestido con abrigo negro, su mirada grave y protectora. Pero el reflejo se distorsionó, y la figura se deshizo como un espejismo. Entonces lo entendió: no era Lucien. Era Evelyn. Su voz, suave y venenosa, llenó la celda como un perfume.
—No sabes lo hermoso que es verte aquí, Gabriel. Los locos son más vulnerables al susurro.
—No estás viva —murmuró él, con los ojos encendidos de rabia— Lucien te destruyó.
—¿Destruirme? —rió ella, tan despacio que el sonido parecía un beso— No. Solo me liberaron. Ahora estoy donde siempre quise estar… dentro de ti.
Gabriel cayó de rodillas. Una punzada atravesó su mente. Su propia voz comenzó a hablar sin que él la controlara.
—Lucien no vendrá… te olvidará como olvidó su fe…
—¡Cállate! —gritó, golpeando la pared acolchada.
Pero las voces no cesaron. El espejo interior de su mente volvía a fracturarse. A la misma hora, en su habitación alquilada del Soho, Lucien despertó sobresaltado. El vínculo. Lo sintió renacer con violencia. Un hilo invisible que le atravesó el pecho y lo arrastró a un torrente de imágenes. Gabriel, solo, atrapado, gritando. Y detrás de él, el rostro de Evelyn, sonriendo.
Lucien se levantó sin pensarlo. Encendió una vela y abrió su cuaderno de notas mentales. Había jurado no volver a usar su poder a plena capacidad, pero ahora no tenía elección. Se sentó frente al espejo de su escritorio, apoyó las manos sobre el cristal y cerró los ojos. Su mente viajó. Atravesó capas de oscuridad y desesperación hasta llegar a una celda iluminada por la luz fría de la luna.
—Gabriel —susurró.
El joven levantó la cabeza. Por un instante, su mirada fue la del hombre que amaba.
—Lucien… me están matando.
Lucien extendió su poder, rodeándolo con energía azul. Intentó romper el cerco mental, pero algo una fuerza oscura, intangible lo empujó hacia atrás.vUna risa resonó dentro de su cabeza.
Si intentas salvarlo morirás con él.
Era Evelyn. Lucien apretó los dientes.