La lluvia de Londres nunca cesaba. Caía como si la ciudad entera necesitara purificarse de un pecado que nadie recordaba haber cometido. Esa noche, sin embargo, el agua tenía un brillo distinto: destellos azulados corrían por los canalones de Hollowgate, como si el cielo mismo supiera que algo iba a romperse.
Lucien caminaba bajo esa tormenta, cubierto por una capa empapada, con los pasos medidos de un hombre que no teme ser atrapado, sino perder el único motivo que lo mantiene vivo.
El sanatorio se alzaba ante él, inmenso, sombrío, coronado por una torre con un reloj detenido a las 03:03. El mismo número que se había grabado, días antes, en los sueños de Lucien cada vez que intentaba descansar.
—Tres y tres… unión y ruptura —susurró para sí— Un sello incompleto.
Sacó del bolsillo un frasco con polvo de plata y un trozo de espejo ennegrecido: los restos del portal que había ardido en la mansión Harrow. Si quería entrar sin ser visto, debía usar la mente y el reflejo. Se situó frente a la verja oxidada y cerró los ojos. El aire alrededor comenzó a vibrar.
Durante unos segundos, las gotas de lluvia quedaron suspendidas, congeladas en el aire. Lucien cruzó entre ellas como un espectro.
Dentro, el sanatorio dormía en su rutina de locura. Los guardias patrullaban los pasillos, los enfermeros murmuraban oraciones contra los delirios de sus pacientes, y en la sala trece la más vigilada alguien empezaba a despertar. Gabriel abrió los ojos.
El techo blanco lo cegó por un instante. Su cuerpo estaba débil, pero su mente no. En su interior, algo había cambiado. Sentía los pensamientos de los otros pacientes más allá de las paredes. Ecos. Susurros. Lamentos. Y más allá de todos ellos… una voz conocida.
Lucien…
Gabriel se incorporó. El aire a su alrededor temblaba. Las amarras de cuero que sujetaban sus muñecas se soltaron solas, y el cristal de la lámpara sobre su cama se agrietó. El poder mental que Evelyn había dejado en él seguía vivo. Pero no era solo poder era conciencia. Un fragmento de ella seguía adherido a su alma.
“¿Qué eres ahora?”, le preguntó una voz interior, suave y burlona. Gabriel apretó los dientes.
—Soy lo que ella no pudo controlar.
Sus ojos, antes dorados, brillaron con un halo plateado. El aire de la celda se volvió frío. Y en la pared acolchada, comenzó a dibujarse una forma: un círculo, una espiral, y tres puntos en el centro. El símbolo de Evelyn.
Gabriel retrocedió, temblando. El símbolo palpitaba, vivo. Y de su centro brotó una figura hecha de humo. No era Evelyn. Era una sombra sin rostro, pero su voz era idéntica.
—Te dejé un regalo, amor mío. Un eco de mí para que nunca me olvides.
—No eres real —dijo Gabriel, retrocediendo.
—No lo soy, pero tú me llevas dentro. Y cuando uses mis dones, también usarás mi condena.
El símbolo brilló una última vez y se desvaneció. La puerta metálica de la celda se abrió con un chirrido, sin que nadie la tocara. Gabriel no sabía si había sido él o ella. Pero debía salir. Lucien avanzaba entre los pasillos con el sigilo de un fantasma. Había manipulado las mentes de los dos guardias de la entrada, dejándolos dormidos en sus puestos. Su cuerpo se sentía agotado, pero su concentración era pura.
—Gabriel… —susurraba, guiándose por el vínculo telepático.
Podía sentirlo: el calor mental de su amado brillaba en la oscuridad del sanatorio como una estrella perdida. Y también podía sentir algo más… una energía extraña que lo rodeaba. No era Evelyn, pero olía a ella. Un enfermero dobló la esquina, lo vio y se detuvo de golpe.
—¿Quién es usted? ¡Nadie puede—!
Lucien levantó apenas la mano. El hombre se quedó inmóvil, con los ojos vidriosos.
—No me has visto —ordenó con voz baja.
El enfermero asintió lentamente y continuó su camino como un sonámbulo.
Lucien respiró con dificultad. Cada vez que usaba su poder así, sentía que algo en su cabeza se agrietaba, como si una puerta prohibida se entreabriera desde dentro. Pero siguió adelante. Al llegar al ala norte, oyó pasos. Se ocultó tras una columna. Dos médicos hablaban en voz baja:
—El paciente setenta y tres sigue mostrando anomalías eléctricas durante el sueño. Las máquinas no soportan sus crisis.
—Dijeron que mañana lo trasladarían al pabellón negro, ¿no?
—Sí. El mismo donde encerraron al hijo del obispo después de lo de la Capilla de St. George. Nadie sale de allí.
Lucien apretó los dientes. Tenía hasta el amanecer. Gabriel caminaba por el pasillo del pabellón trece, con los pies descalzos sobre el suelo frío. Cada puerta que pasaba le susurraba un pensamiento ajeno:
"Mi hija me visita en sueños”, “El reloj sangra”, “Dios está ciego”.
Eran mentes rotas, pero ahora él podía oírlas todas. Y, sin quererlo, las comprendía.
Llegó a la sala de control. Las luces parpadearon. En los monitores, su rostro aparecía en cada cámara, incluso en las habitaciones donde él no estaba. Una de las pantallas mostró a Lucien avanzando por el corredor principal. Sus ojos se encontraron, separados por la distancia pero unidos por la mente.
—Lucien…
—Gabriel… ¿qué hiciste?
—No lo sé —respondió con la voz quebrada— Algo dentro de mí despierta cuando pienso en ti. No sé si soy yo… o ella.
—Eres tú —afirmó Lucien, sin dudar— Ella murió, y tú eres la prueba de que la luz puede renacer de la sombra.
De pronto, una alarma estalló en el pasillo.
Los guardias corrieron desde todas direcciones. Gabriel levantó una mano, instintivamente. Las puertas se cerraron solas. Las luces se apagaron. Un estallido mental sacudió el edificio entero.
El sanatorio quedó a oscuras. Solo una luz azul envolvía a Gabriel, y otra idéntica a Lucien.bAmbos se buscaron entre el caos, guiados por ese brillo. Finalmente, se encontraron en el vestíbulo central. El reloj de la torre marcaba las