El amanecer sobre el Támesis era de un gris incierto, como si el cielo dudara en nacer.
Las aguas, turbias y silenciosas, reflejaban las siluetas de los barcos anclados en la orilla, y la niebla era tan espesa que parecía contener los secretos de toda una ciudad.
En una pequeña posada junto al río, en el último piso, una vela titilaba sobre una mesa. Lucien la observaba arder, inmóvil, con los ojos vacíos de sueño. Habían pasado tres días desde la explosión en Hollowgate. Tres días escondidos, sin hablar demasiado, con el miedo latiendo como un segundo corazón dentro de la habitación.
Gabriel dormía en la cama, cubierto hasta el pecho con una manta raída. Su rostro, aunque sereno, tenía un brillo extraño: los párpados temblaban de tanto en tanto, y a veces sus labios se movían, murmurando frases que no eran del todo suyas. Lucien sabía que no dormía realmente. Sabía que algo o alguien seguía vivo dentro de él.
Se acercó despacio, como si temiera despertar una bestia dormida. Le tomó la mano, la acarició con cuidado, y sintió el mismo escalofrío que la noche anterior: una corriente eléctrica, una vibración imperceptible que lo atravesó de lado a lado. Gabriel abrió los ojos.
—Otra vez despierto… —susurró, con una sonrisa débil.
Lucien le devolvió la sonrisa, forzada.
—No dormiste. Solo fingiste para que yo descansara.
—¿Y tú crees que podría dormir mientras siento que mi cabeza se divide en dos cada vez que cierro los ojos?
Lucien bajó la mirada. Gabriel se incorporó lentamente. La luz de la vela dibujaba sombras doradas sobre su piel, pero lo que realmente lo inquietaba eran sus ojos. El dorado natural seguía allí, pero en el centro brillaba un punto plateado, como una chispa viva.
—Cada vez que me miro en el espejo —dijo Gabriel, llevándose la mano a la frente— siento que algo me observa desde dentro. No es Evelyn es algo que me dejó.
Lucien asintió.
—Lo sé. Lo siento también cuando te toco. Es como si tu mente me respondiera antes de que hable.
Gabriel lo miró con gravedad.
—Lucien, ¿y si nos estamos fusionando?
La pregunta quedó suspendida en el aire.
Lucien no respondió de inmediato. Su instinto le decía que sí. Desde el momento en que usaron su poder juntos, había sentido cómo sus pensamientos comenzaban a entrelazarse. A veces soñaba lo que Gabriel recordaba, y a veces Gabriel despertaba llorando por algo que solo Lucien había visto.
—No sé qué nos está pasando —dijo Lucien finalmente— pero juro que encontraré una forma de detenerlo.
Gabriel sonrió con ternura.
—No quiero que lo detengas.
—¿Qué dices?
—Si esto es el precio por haber vuelto contigo, lo pagaré mil veces.
Lucien lo tomó por los hombros.
—No sabes lo que dices. Si nuestras mentes se funden por completo, perderemos identidad, libre albedrío… alma.
—Entonces seremos uno solo —replicó Gabriel con serenidad— ¿No era eso lo que juramos bajo la nieve?
Lucien lo abrazó con fuerza, sintiendo cómo sus corazones latían al mismo ritmo. Era hermoso. Y aterrador.
Las horas pasaron en silencio. Al caer la tarde, Lucien encendió la chimenea y preparó té. Gabriel permanecía sentado junto a la ventana, mirando el río. El reflejo de la llama se mezclaba con el de sus ojos, y a veces la plata dominaba completamente al dorado. De pronto, un vaso que descansaba sobre la mesa estalló. Lucien giró bruscamente. Gabriel no se había movido, pero el aire vibraba a su alrededor.
—No lo hice a propósito —dijo él, asustado— Solo pensé que tenía sed.
Lucien lo observó con alarma.
—Tu mente está materializando pensamientos. No puedes concentrarte en emociones tan intensas.
—Lo intento… pero siento voces. Voces de la gente afuera. De los que caminan por el muelle, de los que sueñan en las casas cercanas… puedo oírlos, Lucien. Todos hablan dentro de mí.
Lucien se acercó y le tomó la cabeza entre las manos.
—Escúchame. Respira. Centra tu mente en un solo sonido. El mío.
—No puedo. Hay demasiados.
—Entonces concéntrate en nuestro silencio.
Gabriel cerró los ojos. Lucien, sin pensarlo, posó su frente contra la de él. Una corriente azul los envolvió. Las voces comenzaron a apagarse, una por una, hasta quedar solo la respiración compartida. Por un instante, la calma volvió. Pero en lo más profundo del vínculo, una voz femenina rió despacio.
—No pueden separarse sin que uno muera. Lo saben, ¿verdad?
Lucien se apartó de golpe. El fuego tembló.
Gabriel abrió los ojos, sobresaltado.
—¿La oíste?
Lucien asintió, pálido.
—Evelyn…
Pero algo no encajaba. Esa voz no sonaba como ella. Era más fría. Más vieja.
Esa noche, Gabriel se durmió en sus brazos.
Lucien lo observaba, con el corazón hecho un nudo. Su amado se veía tan frágil, tan humano… y, al mismo tiempo, su cuerpo irradiaba una energía casi divina. Mientras lo contemplaba, recordó algo: la grieta del reloj en Hollowgate, la voz que había dicho
Nada termina a las tres y cuatro.
Comprendió que Evelyn no era el final, sino la llave. Algo o alguien la había usado como recipiente. Y ese algo ahora vivía en la mente de Gabriel.
Lucien se levantó, decidido. Abrió su cuaderno y comenzó a escribir símbolos antiguos. Cada palabra era un intento de reconstruir un sello mental que aislara a Gabriel del resto del mundo. Sabía que el precio sería alto: cada vez que usaba su poder para protegerlo, su propia mente se desgastaba más. Pero no le importaba. No le importaba morir si eso significaba que Gabriel viviría.
Cerca del amanecer, Gabriel despertó sobresaltado. Lucien no estaba a su lado. Una extraña luz azul provenía del centro de la habitación. Lucien estaba de pie, rodeado por un círculo de símbolos, con las manos ensangrentadas y los ojos en blanco.
—¡Lucien! —gritó Gabriel, corriendo hacia él.
Pero algo invisible lo detuvo a medio camino. Una barrera. Una prisión hecha de energía. Lucien apenas podía hablar.