El amanecer llegó con el silencio de una herida recién cerrada. La posada estaba desierta; ni el murmullo del río ni el canto de las aves se atrevían a interrumpir aquella quietud. La vela azul seguía ardiendo sobre la mesa, inmutable, con una llama que no consumía la cera ni proyectaba sombra.
Gabriel abrió los ojos con un sobresalto.
Estaba en el suelo, junto al círculo de sellos que Lucien había trazado con su sangre. Su cuerpo entero temblaba. El aire tenía el olor metálico de la energía mental quemada.
Se incorporó lentamente. La habitación parecía la misma, pero no lo era. El tiempo se había detenido allí. La vela seguía ardiendo, como si el momento de la pérdida se negara a avanzar.
—Lucien… —susurró, arrastrando la voz— ¿Dónde estás?
La llama vibró. Y por un instante, su luz proyectó sobre la pared la silueta de un hombre de pie. Lucien. Gabriel dio un paso al frente, pero la imagen desapareció.
El miedo se mezcló con la esperanza. Sabía que el cuerpo de Lucien había desaparecido. Sabía que el sello había hecho algo pero no comprendía qué. Fue entonces cuando oyó el golpe. Un sonido seco, proveniente del pasillo. Como una silla arrastrada, o un cuerpo que intenta levantarse. Gabriel contuvo la respiración. Abrió la puerta con cuidado, y el corazón casi se le detuvo.
Lucien estaba allí. De pie. Desnudo de color, empapado en sudor, apoyado contra la pared. Su piel parecía más pálida que nunca, sus ojos abiertos, brillando con una luz dorada que no le pertenecía.
—Lucien… — murmuró Gabriel, sin poder creerlo.
El otro lo miró, confundido.
—¿Quién… eres?
El tono era diferente. La voz, más grave, más lenta, como si no recordara el idioma. Gabriel se acercó despacio.
—Soy yo. Gabriel.
Lucien frunció el ceño. Llevó una mano a su cabeza, como si un martillo invisible la golpeara desde dentro.
—Ese nombre… me duele escucharlo.
Gabriel sintió un nudo en la garganta.
—Lucien, mírame. Mírame bien. No te pierdas.
Pero los ojos del hombre no eran los mismos: en el centro del iris azul se movía un destello dorado, igual al de la vela. Un oro líquido, inquieto, como si algo dentro de él observara desde la profundidad. Lucien retrocedió un paso, desorientado.
—¿Qué… me pasó?
—Intentaste salvarme. Sellaste el vínculo.
Él lo miró sin comprender.
—¿Salvarte…? No recuerdo nada.
Gabriel quiso abrazarlo, pero una fuerza invisible lo detuvo: el aire a su alrededor se volvió denso, eléctrico. Lucien levantó la mano instintivamente, y los muebles de la habitación vibraron, moviéndose solos. El espejo estalló. La vela azul se extinguió, y un olor a ozono llenó el aire. Gabriel dio un paso atrás.
—Lucien… no sabes lo que haces.
—No sé quién soy. — Su voz se quebró— No sé qué soy.
El suelo crujió. Una grieta luminosa se abrió a sus pies. De ella surgieron ecos, voces, susurros Evelyn. Pero esta vez no como espectro, sino como memoria filtrándose desde lo más hondo de Lucien.
Me liberaste, pero olvidaste que un sello no desaparece: solo cambia de dueño.
Lucien gritó. Su cuerpo se arqueó, y por un segundo su piel resplandeció. Gabriel corrió hacia él, tomándolo entre los brazos.
—¡No te rindas! ¡Lucha contra ella!
Lucien lo miró con los ojos completamente dorados.
—¿Ella… o yo?
Gabriel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Porque comprendió que lo que hablaba no era Evelyn, pero tampoco Lucien.
Era una mezcla, una mente fusionada y rota.
Una nueva conciencia naciendo del sacrificio.
Esa noche, Gabriel lo cuidó sin dormir. Lucien se debatía entre fiebre y silencio. A veces lo llamaba por nombre, con ternura; otras, lo miraba sin reconocerlo. Y en los momentos de calma, su respiración se acompasaba con la de Gabriel, como dos melodías que alguna vez fueron una sola. Gabriel anotaba todo en un cuaderno:
Los ojos cambian de color cada vez que intenta recordar. Sus pensamientos son dobles: uno teme, otro ordena. El sello del círculo aún brilla sobre su pecho.
Y en la última línea, escribió:
Lucien ya no es Lucien… pero tampoco es un enemigo.
Dos días después, Lucien salió al amanecer, sin decir palabra. Gabriel despertó al sentir la ausencia. Lo encontró de pie junto al río, con la mirada perdida en el reflejo del agua. El viento agitaba su abrigo, y la niebla lo envolvía como un velo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Gabriel, acercándose.
Lucien no respondió de inmediato.
—No puedo dormir. Cada vez que cierro los ojos, veo lugares que nunca visité.
—Son recuerdos.
—No. —Lucien giró hacia él, con expresión sombría— Son visiones.
—¿De Evelyn?
Lucien negó lentamente.
—De mí mismo pero en otro cuerpo. En otra época.
Gabriel se quedó sin palabras. La fusión mental podía haber abierto puertas más allá del entendimiento humano. El alma de Lucien se fragmentaba, y con ella algo más despertaba. De repente, el agua del río se agitó. Lucien retrocedió un paso. Una sombra cruzó bajo la superficie, extendiéndose hacia la orilla como un brazo. Gabriel lo tomó de la mano.
—Vámonos.
Pero Lucien no se movió.
—Ella me llama.
—No, no es ella.
—Sí… —susurró él— Y tiene mi voz.
El río se alzó como una columna líquida.
Y desde dentro emergió una figura hecha de reflejos: Lucien. Otro Lucien. Pálido, brillante, con ojos totalmente dorados. Gabriel se quedó helado. El verdadero Lucien retrocedió, atónito. La figura habló con voz serena.
—Yo soy lo que perdiste al sellar el vínculo. Tu mente separó la luz de la sombra y ahora ambas existen.
—¿Qué eres? —preguntó Gabriel, interponiéndose.
—Soy la mitad que no se sacrificó. Soy Lucien sin amor.
El viento rugió. El río reflejó fuego donde solo había agua. La figura extendió la mano hacia el Lucien vivo.