Susurros De La Mente

El Templo de las Mentes Perdidas

Londres amanecía bajo una neblina tan espesa que ni los carruajes se atrevían a cruzar el puente del Támesis. Era como si la ciudad entera hubiese olvidado cómo respirar. Y entre esa bruma helada, Gabriel corría.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que Lucien se fundió con su reflejo. Horas, días o quizás siglos, en la lógica distorsionada del dolor. Solo recordaba el grito, la luz, y los ojos negros mirándolo con amor y vacío a la vez.

Ahora huía. Huía del hombre que amaba, del poder que no comprendía, y del destino que parecía arrastrarlo como un río hacia la oscuridad. Pero no huía sin rumbo. Tenía un nombre. Uno que había leído en los diarios secretos de Lucien, antes de que todo se derrumbara:

El Templo de las Mentes Perdidas.

Un refugio oculto entre los túneles bajo la Abadía de Westminster, donde antiguas órdenes mentales estudiaban la conexión entre la conciencia y el alma. Lucien había sido uno de ellos antes de renunciar a todo por amor. Ahora, ese mismo amor lo había condenado.

Gabriel descendió por una escalera de piedra húmeda, siguiendo las runas talladas en la pared. Su respiración formaba nubes blancas. A cada paso, el silencio se volvía más profundo. Y en el fondo, una puerta circular de hierro lo esperaba, grabada con un símbolo que ya conocía: tres círculos entrelazados. El sello de los mentalistas antiguos.

Colocó la mano sobre el metal frío. El símbolo brilló, reconociendo el poder que Evelyn había dejado dentro de él. La puerta se abrió con un gemido que resonó como un llanto humano. El interior del templo era inmenso. Columnas cubiertas de cristales, espejos colgantes, y un aire cargado de electricidad invisible. En el centro, una figura encapuchada lo esperaba.

—Sabía que vendrías, Gabriel de la Luz Dorada. —La voz era femenina, profunda, sin edad.

—¿Quién eres?

—Soy lo que queda de la Orden. Fui la mentora de Lucien cuando aún no conocía el amor. Me llamaban Seraphine.

Gabriel se acercó con cautela.

—Necesito tu ayuda.

—Lo sé. —Seraphine sonrió levemente— Vienes a salvar al que ya está perdido.

Gabriel apretó los puños.

—No está perdido. Solo confundido.

—Confundido es quien sueña despierto. Lucien no sueña: ahora sueña el mundo dentro de él.

El joven se estremeció. Seraphine caminó hacia una fuente circular en el centro del templo. El agua reflejaba rostros: hombres y mujeres que parecían murmurar, atrapados en la superficie.

—Las mentes que no supieron regresar —explicó ella — Cada mentalista que se fusionó con su reflejo terminó aquí. Su conciencia, prisionera en este espejo eterno.

Gabriel sintió un nudo en la garganta.

—¿Lucien está aquí?

—No. Él todavía camina entre los vivos. Pero su alma ya pertenece a este lugar. Y si no lo detienes el reflejo tomará por completo el control.

Gabriel dio un paso adelante.

—Dime qué debo hacer.

Seraphine lo observó con atención.

—Para separarlos, deberás entrar en su mente. Pero advertiré esto, Gabriel: lo que veas allí no te obedecerá. Y si dudas, el reflejo te absorberá también.

—No me importa —respondió sin vacilar— No vine a salvarlo. Vine a traerlo de vuelta, aunque deba morir en el intento.

Seraphine asintió.

—Entonces bebe.

Tomó un cáliz de cristal oscuro y lo extendió hacia él. El líquido tenía un tono azulado, similar a la llama de la vela que Lucien había dejado atrás. Gabriel lo bebió sin pensar. El sabor era frío, metálico, y al instante el mundo comenzó a disolverse.

Despertó en una vasta oscuridad. El suelo era agua negra que reflejaba estrellas. El aire olía a ceniza y olvido. Frente a él, una figura se erguía, envuelta en sombras: Lucien. Su voz resonó en todas direcciones.

—¿Por qué volviste? Ya te di la libertad.

Gabriel dio un paso hacia él.

—No quiero libertad si no estás conmigo.

—No soy quien amas. Soy lo que quedó.

Gabriel sonrió con tristeza.

—Entonces ven conmigo y recuerda quién eras.

Lucien extendió una mano, y de su palma brotó una corriente de fuego negro. El suelo se agrietó. A su alrededor surgieron espejos suspendidos, cada uno mostrando un recuerdo: el primer beso bajo la nieve, la noche en el sanatorio, la promesa de protección. Y luego, escenas que Gabriel nunca había visto: Lucien niño, entrenando en la Orden; Lucien atado a una camilla, experimentando con su propia mente; Lucien llorando en silencio bajo una lluvia interminable.

Gabriel comprendió: el reflejo no era solo oscuridad, era dolor reprimido. El amor lo había sanado… pero el sacrificio lo había resquebrajado. Se acercó, ignorando el fuego que lo separaba.

—Lucien… mírame. No eres oscuridad. No eres luz. Eres ambos. Eres mío.

Lucien tembló. Su mirada vacía se tornó humana por un instante. Gabriel tocó su rostro. La piel ardía. Las lágrimas se mezclaron con la ceniza. Y por un instante, el fuego se apagó.

—Recuerdo… —susurró Lucien— Tu voz en el jardín. Tu risa. El miedo. Todo…

Gabriel sonrió con esperanza.

—Entonces vuelve conmigo.

Pero justo cuando sus dedos se entrelazaron, el cielo del mundo mental se quebró. Una figura femenina emergió de los fragmentos: Evelyn, o lo que quedaba de ella, distorsionada, incorpórea.

—No pueden escapar —susurró— Su amor es la jaula más perfecta.

Lucien gritó, llevándose las manos a la cabeza. Su cuerpo brilló con luz y sombra al mismo tiempo. Gabriel trató de abrazarlo, pero fue arrojado hacia atrás por una onda de energía que lo dejó sin aire.

—¡Lucien! ¡Lucha! ¡Por favor!

Lucien abrió los ojos y por primera vez en toda la historia, una lágrima negra recorrió su mejilla..El cuerpo de Gabriel se estremeció sobre el altar del templo.

Seraphine lo observaba, horrorizada: el agua de la fuente se agitaba, mostrando imágenes de fuego, espejos rotos y un Lucien que gritaba su nombre. De pronto, el reflejo del agua se tiñó de rojo. Y una segunda figura emergió junto a Gabriel, respirando con dificultad. Lucien, pero diferente. Tenía los ojos mitad dorados, mitad negros. Y en su voz, dos tonos hablaban al mismo tiempo:




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