El aire del templo se volvió pesado, como si el mundo respirara al revés. Las columnas de cristal comenzaron a vibrar, y las paredes se agrietaron dejando escapar un resplandor rojo, como si bajo las piedras hubiese sangre viva. El cuerpo de Gabriel, tendido sobre el altar, convulsionaba entre espasmos de luz y sombra.
Seraphine retrocedió horrorizada. Nunca había visto una manifestación mental cruzar al plano físico con tal violencia. El sello del suelo ardía, y de entre la niebla emergió Lucien o aquello en lo que se había convertido.
Su figura era imponente. Su cabello oscuro caía sobre el rostro, su piel brillaba con un fulgor antinatural y sus ojos…. sus ojos eran el abismo. Uno dorado, como la esperanza.
El otro negro, como la noche eterna. Y en su voz, dos tonos se mezclaban una melodía rota, mitad humana, mitad divina.
—He vuelto… pero no estoy solo.
Seraphine levantó una barrera de energía mental. El aire chispeó, pero el muro invisible se fracturó con solo una mirada de Lucien.
El poder que emanaba de él no era humano ni angelical: era algo nuevo. Algo que jamás debió existir. Gabriel abrió los ojos.
—¿Lucien? —murmuró, apenas consciente— ¿Eres tú?
Lucien lo miró, y por un instante, el dorado prevaleció sobre el negro.
—Sí… y no.
Se arrodilló junto a él, extendiendo una mano temblorosa. Gabriel la tomó sin dudar, aun sabiendo que el toque podía matarlo. El contacto fue como tocar fuego y hielo al mismo tiempo.
—No me importa quién seas —susurró Gabriel, entre lágrimas — Te amo en todas tus formas.
Lucien apretó su mano, estremeciéndose. Por un momento, su respiración se acompasó con la de él. El silencio entre ambos fue sagrado. Pero entonces, la otra voz habló.
—¿Amor? —rió el reflejo interior— ¿Eso es lo que lo mantiene vivo?
Lucien cerró los ojos con dolor.
—Cállate.
—Tú me creaste —susurró la oscuridad dentro de él— Soy lo que dejaste cuando intentaste protegerlo. No puedes destruirme sin destruirte a ti mismo.
El suelo tembló. Los espejos colgantes estallaron, y cada fragmento mostraba una escena diferente: Gabriel siendo arrestado, Evelyn ardiendo en llamas, Lucien rezando frente a una tumba vacía. El pasado, el presente y el futuro mezclados como un delirio. Seraphine, comprendiendo el peligro, gritó:
—¡Gabriel! Si él pierde el control, el templo colapsará. ¡Debes separarlos ahora!
—¿Cómo?
—Con el mismo lazo que los unió: el amor. Pero no como emoción, sino como vínculo mental. ¡Entra en su mente, o ambos serán consumidos!
Gabriel temblaba.bSabía que si lo intentaba de nuevo, podría morir. Pero lo miró a los ojos y no dudó.
—Lucien… déjame entrar una vez más.
Lucien negó con la cabeza.
—No, si lo haces…
—No tengo elección. —Gabriel sonrió débilmente—. Moriría igual si te pierdo.
Antes de que él pudiera detenerlo, Gabriel posó la frente contra la suya. El mundo desapareció. Cuando abrió los ojos, ya no estaba en el templo. Estaba dentro de un jardín nevado. El mismo donde se habían besado por primera vez. Pero todo estaba marchito: las flores muertas, el cielo rojo, y el agua del estanque convertida en un espejo oscuro.
Lucien estaba allí, dividido en dos. Uno, el hombre que amaba: cabello negro, mirada azul, tembloroso y humano. El otro, el reflejo: una figura de fuego negro con una sonrisa fría y perfecta.
—Has venido a morir —dijo el reflejo.
Gabriel lo enfrentó.
—He venido a recordar.
Cerró los ojos y comenzó a hablar. Recordó cada instante juntos: la primera vez que lo vio en el sótano del castillo, la noche del ritual, la risa compartida bajo la nieve, el miedo en el sanatorio, el beso antes del fuego. Cada palabra era una cadena de luz que lo unía al Lucien verdadero. El reflejo rugió.
—¡Basta!
Pero Gabriel siguió.
—Recuerdo cómo me prometiste protegerme aunque el mundo te odiara. Cómo me llamaste mi ángel de la mente. Cómo lloraste cuando creíste perderme. Y lo más importante, Lucien recuerdo quién eres.
El Lucien real cayó de rodillas, cubriéndose el rostro.
—No puedo…
—Sí puedes —susurró Gabriel, arrodillándose frente a él— Porque tú no eres destrucción. Eres el amor que quiso vencerla.
El reflejo retrocedió, su figura tambaleante.
El fuego negro comenzó a disiparse, dejando ver un rostro casi humano, idéntico, pero vacío. Lucien levantó la cabeza.
—Ya basta —dijo con voz firme—. No te necesito más.
El reflejo lo miró por última vez.
—Entonces vivirás con lo que soy.
—Así será. Pero viviré amando.
Y con un gesto, Lucien tomó la mano de Gabriel. La oscuridad se disolvió en miles de fragmentos de luz. El jardín floreció. Y por un instante, el sol atravesó el cielo rojo.
Gabriel abrió los ojos jadeando. El templo volvía a ser piedra y eco. Lucien estaba frente a él, de rodillas, exhausto, con la mirada perdida. Sus ojos habían vuelto a ser azules, pero en el fondo quedaba una chispa oscura, un recordatorio del reflejo que había sido.bSeraphine los observaba con asombro.
—Lo lograste separaste la dualidad sin destruirlo.
Gabriel lo abrazó con fuerza, llorando.
—Nunca dejaré que se pierda otra vez.
Lucien alzó la mirada hacia ella.
—¿Qué será de nosotros ahora?
Seraphine bajó la vista.
—El vínculo que los une es más fuerte que cualquier sello, pero también más peligroso. Si uno de los dos muere el otro seguirá su alma hasta el otro lado.
Gabriel sonrió débilmente.
—Entonces no moriremos.
Lucien asintió, aunque sabía que el destino no siempre cumple promesas.
Cuando salieron del templo, la noche los recibió con un silencio extraño. La niebla cubría la ciudad, pero sobre ellos brillaba una luna azul que no pertenecía a este cielo. Lucien alzó la vista.
—¿Ves eso?
Gabriel asintió.