El amanecer de Londres se filtraba a través de una bruma azul. Las campanas de la Abadía repicaban con un sonido ahogado, como si anunciaran no un día nuevo, sino un recuerdo. Gabriel y Lucien caminaban bajo la llovizna, tomados de la mano, envueltos en la misma capa negra. A simple vista, eran dos amantes fugados. Pero ambos sabían que, detrás de la calma aparente, algo se estaba moviendo en las sombras.
Desde que salieron del Templo, Lucien no dormía. Sus sueños ya no eran suyos.
Sentía presencias que no lograba definir, pensamientos ajenos respirando dentro de su mente. A veces, escuchaba su propio nombre pronunciado en voces desconocidas. Y siempre, antes de despertar, veía el mismo símbolo: tres círculos entrelazados, el sello de la Orden Mentalista.
—No deberíamos habernos ido sin preguntar más —murmuró Gabriel mientras caminaban hacia el puente de Westminster— Seraphine parecía… preocupada.
—Lo estaba. — Lucien se detuvo— Pero no por nosotros.
—¿Entonces por quién?
Lucien alzó la vista hacia la torre del reloj, cuya aguja volvía a moverse, marcando un tiempo imposible.
—Por lo que viene.
Esa noche se refugiaron en una casa abandonada al borde del río. Las cortinas podridas colgaban como piel vieja, y el viento se colaba por las grietas de las paredes. Lucien encendió una lámpara de aceite. Gabriel se acercó a la ventana, observando el reflejo de las luces en el agua.
—¿Recuerdas cuando todo era más simple? —preguntó él.
Lucien sonrió apenas.
—¿Antes de que los pensamientos pudieran matarnos? Sí, lo recuerdo.
Gabriel se volvió hacia él, intentando bromear, pero notó algo extraño. Lucien sostenía la lámpara con fuerza, inmóvil, los ojos fijos en el fuego.
—¿Lucien?
—Nos están observando. —Su voz sonó baja, casi imperceptible— Desde hace horas.
Gabriel dio un paso atrás, su respiración acelerada.
—¿Quién?
—No lo sé… pero no son humanos comunes. Puedo sentir sus mentes. Son como yo, solo que vacías.
El silencio se hizo pesado. Y entonces, un crujido. Una tabla se partió sobre el techo.
Lucien se movió con rapidez, tirando a Gabriel al suelo justo cuando una flecha de cristal atravesó la ventana y se clavó en la pared. El cristal comenzó a brillar, emitiendo un pulso azul que les perforó los tímpanos.
Lucien gritó, llevándose las manos a la cabeza. Gabriel lo sujetó, aterrorizado.
—¡Lucien! ¡Lucien, mírame!
—Están dentro… —jadeó él—. Quieren… tomarlo…
Las sombras entraron por la ventana. Tres figuras vestidas con túnicas grises, rostros cubiertos por máscaras metálicas con el mismo símbolo grabado en la frente: los tres círculos entrelazados. Uno de ellos habló con voz metálica:
—Hemos encontrado al portador del eco.
Lucien se interpuso entre ellos y Gabriel, su poder mental desatándose en ondas invisibles que hicieron vibrar el aire. Los intrusos retrocedieron, pero uno logró pronunciar una frase antes de desvanecerse en humo:
—No luches contra tu destino, Lucien Duval. El Eco necesita su recipiente y tú ya lo entregaste.
La habitación quedó en ruinas. Gabriel respiraba con dificultad, mientras Lucien caía de rodillas, agotado.
—¿Qué significaba eso? —preguntó él, con voz temblorosa.
Lucien lo miró con horror.
—El Eco… es real. Es una energía mental primitiva, creada por la Orden hace siglos. Su propósito era unir conciencias para formar una sola mente perfecta pero fracasaron. Las mentes se devoraron entre sí.
Gabriel se estremeció.
—¿Y qué tiene que ver contigo?
Lucien se levantó, tambaleante.
—Yo fui su último experimento. Ellos creen que mi unión contigo… reactivó el Eco.
—¿Entonces buscan a mí?
—No. —Lucien lo tomó del rostro con ternura— Buscan lo que hay en ti.
Gabriel se apartó, confundido.
—¿Qué quieres decir?
Lucien dudó. Luego, con un susurro apenas audible, respondió:
—Cuando te liberé en Hollowgate, parte de mi poder entró en ti. Sin saberlo, compartí el Eco contigo.
Gabriel se quedó helado.
—¿Y ahora?
Lucien apretó la mandíbula.
—Ahora, si te encuentran… te usarán como recipiente. Y yo… como canal para reactivarlo.
El silencio volvió, cortante. Afuera, la lluvia se convirtió en tormenta. El sonido del trueno pareció sellar una decisión. Gabriel lo miró con firmeza.
—Entonces huiremos.
Lucien negó.
—No hay dónde.
—¡No pienso rendirme! —Gabriel lo tomó de la mano— Si el Eco vive dentro de mí, también puedo destruirlo.
Lucien lo miró como si acabara de oír una locura.
—No sabes lo que dices.
—Tal vez no. Pero sé amar. Y el amor nos salvó una vez, ¿no?
Por primera vez en días, Lucien sonrió.
No era una sonrisa de alivio, sino de fe.
—Eres mi milagro y mi condena, Gabriel.
Horas después, el fuego de la lámpara se extinguió. Lucien despertó sobresaltado.
Gabriel no estaba. En el suelo, el símbolo de los tres círculos brillaba débilmente.
—Gabriel… —susurró, aterrado.
Abrió la puerta. El aire de la madrugada era helado. Y en la distancia, sobre el puente, una figura vestida con una capa roja caminaba lentamente, seguida por tres sombras. Lucien corrió. Su mente ardía, pero sus pies no dudaron. Cuando llegó al puente, la niebla se levantó, revelando lo imposible: Gabriel estaba de pie entre los tres mentalistas, sus ojos dorados iluminando la oscuridad.
—No te acerques —dijo uno de los encapuchados— El portador ha despertado.
Lucien se detuvo. Gabriel lo miraba, pero su expresión era distante, vacía.
—Lucien… —dijo, con una voz que no era la suya— Ellos me mostraron la verdad. El Eco no destruye. Une.
—¡Te están manipulando!
—¿Y si no? ¿Y si el verdadero error fue separarnos?
El puente tembló..Los faroles estallaron..Lucien corrió hacia él, pero una barrera invisible lo detuvo. Los mentalistas levantaron sus manos al unísono..La niebla se arremolinó, y una esfera de luz azul surgió del pecho de Gabriel..Lucien gritó su nombre..La esfera se expandió, envolviéndolos a todos. Y entonces, todo se volvió blanco.