El invierno había vuelto a Londres con su manto de silencio. Las calles, húmedas y vacías, olían a carbón y soledad. Pero lejos del ruido, en una aldea escondida entre colinas cubiertas de nieve, dos almas habían encontrado refugio.
Lucien y Gabriel vivían ahora en una antigua cabaña de piedra, donde el viento golpeaba las ventanas, pero nunca lograba entrar. Allí no existían los títulos, las mansiones ni las máscaras de la sociedad. Solo ellos, un fuego encendido, y la certeza de que el amor, aun con cicatrices, podía ser eterno. El mundo había intentado destruirlos una y otra vez. Pero no lo consiguió. Y Evelyn, la sombra que una vez había jurado poseerlos, no era más que un eco que se negaba a extinguirse.
Esa mañana, Gabriel despertó antes que Lucien. El sol apenas asomaba sobre las montañas, bañando la habitación con un resplandor dorado. Lucien dormía a su lado, el cabello oscuro desordenado sobre la almohada, el rostro sereno por primera vez en meses.
Gabriel lo observó en silencio, con el corazón latiendo lento, pleno. Recordó todas las veces que había temido perderlo, las noches en que el dolor lo había consumido y comprendió que nada podría arrebatárselo ya. Se inclinó y besó su frente. Lucien sonrió aún dormido.
—Te amo incluso cuando duermes —susurró Gabriel.
Lucien abrió los ojos con una sonrisa cansada.
—Y yo incluso cuando sueñas.
Se quedaron así, mirándose, sin decir nada. El silencio entre ellos era más elocuente que cualquier palabra.nEn el fuego crepitaban las llamas, y cada chispa parecía latir al ritmo de sus corazones. La paz duró días. Hasta que la nieve trajo una visita inesperada.
Una mujer joven llegó al pueblo una tarde, vestida de terciopelo negro y sonrisa enigmática. Decía llamarse Lady Miranda Vale, y aseguraba haber huido de la ciudad para escapar de “una peste espiritual” que azotaba a los mentalistas. Pero sus ojos, de un gris enfermizo, decían otra cosa. Lucien lo supo en cuanto la vio. La reconoció antes de que hablara. Esa presencia. Esa forma de sonreír con arrogancia contenida.
—Evelyn —susurró entre dientes.
La mujer inclinó la cabeza, disfrutando de su reacción.
—Qué sensible sigues siendo, Lucien. Una mirada tuya basta para desnudar mi secreto.
Gabriel, que estaba junto a él, lo tomó del brazo con fuerza. Lucien lo tranquilizó con una caricia, sin apartar la vista de ella.
—No esperaba que descendieras tanto, Evelyn. Un cuerpo ajeno. Una voz prestada. ¿Eso es todo lo que queda de ti?
Ella rió suavemente, dando un paso más cerca.
—A veces es mejor ser discreta. No necesito el poder de antes para recordarte lo que fuimos.
Gabriel habló con calma, aunque su voz temblaba de rabia contenida.
—No fueron nada. Lucien te compadeció, como se compadece a un enfermo.
Evelyn giró la mirada hacia él.
—Y tú sigues siendo el niño brillante que cree que el amor lo cura todo.
Lucien dio un paso adelante, su aura expandiéndose sin esfuerzo. La temperatura descendió varios grados, y las velas del salón se apagaron al unísono.
—Cuidado con tus palabras —dijo con voz baja, peligrosa— No me provoques, Evelyn. Ya no me debes miedo, sino piedad.
Ella sonrió, fingiendo calma, pero su mirada traicionaba el temblor de quien sabe que perdió.
—¿Piedad? No la necesito. Solo vine a recordarte que lo mortal se pudre, y lo eterno… olvida.
Lucien sostuvo su mirada.
—Entonces recuerda esto: lo eterno no olvida. Aprende. Y se fortalece.
Evelyn se marchó del pueblo esa misma noche, pero su presencia quedó flotando como un veneno suave. Gabriel, intranquilo, observó a Lucien sentado junto al fuego, mirando las llamas sin pestañear.
—¿Por qué no la destruiste? —preguntó finalmente.
Lucien alzó la vista.
—Porque ya está destruida. Solo que no lo sabe.
Gabriel se acercó y se arrodilló frente a él.
—Temo que vuelva.
Lucien sonrió, apoyando una mano sobre su mejilla.
—Déjala intentarlo. Que venga con todo su odio. No hay oscuridad que pueda atravesar lo que somos.
Gabriel lo miró con un brillo intenso en los ojos.
—Eres mi refugio, Lucien. Mi alma entera está en ti.
—Y la mía en ti —respondió él—. Si alguna vez caigo, serás mi redención.
Los labios de ambos se encontraron con una urgencia que era promesa y consuelo a la vez. El tiempo se detuvo. Las paredes parecieron expandirse. El fuego se hizo más vivo, y la noche se rindió ante ellos.
No había hechizo más fuerte que ese. No había poder, ni mente, ni diosa caída que pudiera interponerse entre dos corazones que habían aprendido a latir en el mismo ritmo.
Mientras dormían abrazados, la nieve volvió a caer sobre el techo.nEvelyn, lejos, caminaba por la colina con la ropa empapada y los pies descalzos. El alma que había usurpado empezaba a quebrarse; la mente humana no soportaba su presencia. Cada paso que daba dejaba un rastro de sangre sobre la nieve.
—Malditos… —susurró—. No necesito su amor. No lo necesito…
Pero su voz se quebró. Porque incluso en su odio, Evelyn sabía la verdad: Lucien ya no la recordaba con deseo, sino con lástima. Y Gabriel ni siquiera la temía.
Su figura se desvaneció con el viento, como una sombra condenada a olvidarse a sí misma..Esa misma noche, mientras Lucien dormía con Gabriel en sus brazos, un leve sonido lo despertó..Abrió los ojos, alerta, y notó algo extraño: una luz azulada, suave, emanaba del pecho de ambos..El antiguo símbolo del Eco. Gabriel también despertó, sobresaltado.
—¿Lucien…?
—Tranquilo, amor mío —susurró él, observando el resplandor— No es ella.
El aire vibró como un suspiro, y una voz suave, desconocida, los envolvió:
Dos almas unidas más allá del tiempo el Eco no fue una maldición. Fue un pacto.
La luz se disipó lentamente, dejando solo el calor del abrazo. Lucien sonrió, besando la frente de Gabriel.