La Eternidad en un Latido
El invierno cedía lentamente su trono. Las colinas dormían bajo un velo blanco, y la cabaña de piedra , aquella que había sido su refugio, parecía un templo consagrado al silencio. Lucien encendió una vela y la colocó junto al ventanal. La llama titiló al contacto con la brisa, reflejando en el vidrio el rostro tranquilo de Gabriel, que aguardaba junto a la puerta, vestido de negro y plata.
Era un día simple, pero su simplicidad tenía la pureza de lo eterno. No había invitados. No había música. Solo el murmullo del viento, el aroma de los pinos y el eco de dos corazones que se reconocían sin necesidad de palabras. Frente a ellos, un anciano del pueblo, de mirada bondadosa y manos curtidas por los años, sostenía un libro de cuero gastado.
—No hay poder más grande que la unión voluntaria de dos almas —dijo con voz grave— El amor no se impone ni se mendiga. Se elige.
Lucien tomó la mano de Gabriel. Sus dedos, entrelazados, temblaban ligeramente. Habían enfrentado el fuego, la locura, la pérdida, y sin embargo, en ese instante, eran dos hombres jóvenes, vulnerables y felices.
Gabriel levantó la vista. En sus ojos dorados brillaba el reflejo del cielo, limpio tras una tormenta. Lucien le sonrió, y por un momento, todo el dolor vivido pareció una prueba lejana que había valido la pena.
—Prometo amarte sin poseerte —dijo Gabriel, con la voz trémula— Cuidarte sin encerrarte, y luchar contigo, no contra ti.
Te prometo que seré tu hogar cuando el mundo te canse.
Lucien bajó la cabeza, conmovido. Cuando habló, su voz era un suspiro, pero cada palabra pesaba más que una promesa.
—Y yo prometo no protegerte por miedo, sino por amor.
Prometo no dominar tu mente, sino acompañar tu alma.
No te daré cadenas… sino alas.
El anciano sonrió, cerrando el libro.
—Entonces, que el viento y la tierra sean testigos.
Lucien y Gabriel se miraron. Ninguno de los dos necesitaba permiso. El beso fue sencillo, sin adornos, pero tan lleno de luz que pareció que el sol se detuvo para observarlos. La nieve empezó a caer, lenta, brillante, como si el cielo celebrara la unión. Lucien sintió que el universo se silenciaba dentro de él. El poder que alguna vez lo había atormentado ahora se plegaba en calma, obediente, transformado en una energía tibia que latía al compás del corazón de Gabriel. El Eco, alguna vez temido, era ahora parte de ambos. No como maldición, sino como símbolo. Dos mentes, un solo pulso.
—Ya está hecho —susurró Gabriel, sonriendo— Lucien lo abrazó.
—No. Ahora empieza.
Pasaron las estaciones como páginas de un libro. La nieve dio paso al verde, el verde al oro, el oro al gris. El mundo seguía girando, ajeno a la historia de dos hombres que habían vencido a su propio destino.
Dos años después, Londres los reclamó de nuevo..Era el año 1882. Las fábricas humeaban en el horizonte y las calles se llenaban de carruajes, de ruido, de ambición.
Pero entre ese bullicio, en una mansión discreta de la calle Bloomsbury, reinaba una calma ajena al resto del mundo.
Lucien Duval y Gabriel Orfeo Harrow, pues Gabriel había decidido unir su apellido al de su amado eran ahora figuras respetadas de la alta sociedad. El escándalo que alguna vez habría sido su amor se había diluido bajo la influencia de su carisma, su fortuna y, en parte, su discreta habilidad mental para suavizar la mente de quienes los juzgaban. Nunca abusaban de ese don. Lo utilizaban como un escudo invisible: un murmullo en la mente del adversario, un susurro de calma en los corazones hostiles. De ese modo, podían vivir en libertad, sin traicionar su esencia.
Lucien administraba una red de casas editoriales que financiaban obras de arte, literatura y música. Creía que la belleza era la única forma de redimir la humanidad. Gabriel, por su parte, se encargaba de la filantropía: escuelas, hospitales y orfanatos que florecían bajo su supervisión. Ambos compartían la misma oficina luminosa, repleta de libros, retratos y orquídeas.
—¿Crees que algún día dejaremos de luchar por lo que amamos? —preguntó Gabriel una tarde, mientras firmaba documentos.
Lucien, recostado en el sofá, levantó la vista de un manuscrito.
—No. Pero el amor no se mide por las batallas, sino por la paz que deja después de ellas.
Gabriel sonrió, acercándose para sentarse junto a él.
—Entonces, estamos ganando.
Lucien entrelazó sus dedos con los suyos.
—Hace dos años que ganamos. Lo demás… son solo consecuencias.
Sus poderes mentales, antes un arma, eran ahora un lazo.
Podían comunicarse sin palabras, sentir el miedo o la alegría del otro a distancia. Era una intimidad que trascendía lo físico; un lenguaje de almas.
En las fiestas de la aristocracia, bastaba una mirada para entenderse. Cuando alguien con intenciones ocultas se les acercaba, Gabriel sonreía con cortesía mientras Lucien lo analizaba en silencio, desnudando sus pensamientos con elegancia. Un leve gesto bastaba: una copa levantada, una sonrisa sutil. Así sabían cuándo alejarse, cuándo hablar, cuándo actuar. Pocos sospechaban que bajo la apariencia de un matrimonio refinado se ocultaban dos mentalistas capaces de leer la verdad en los corazones humanos..Y los que lo intuían… no se atrevían a decirlo.
—No sé si somos parte del mundo o su sombra —dijo Gabriel una noche, mientras regresaban en su carruaje.
Lucien lo miró a través del reflejo del cristal.
—Somos el equilibrio — respondió — Y el mundo necesita eso más que nunca.
La vida no volvió a ser perfecta, pero sí justa. No hubo nuevos enemigos, solo la cotidianidad: el cansancio, las pequeñas discusiones, los silencios. Pero incluso en eso hallaban belleza. La diferencia era que ahora, cuando el silencio se volvía pesado, Lucien no se encerraba en su mente; se acercaba. Tomaba la mano de Gabriel y decía simplemente:
Estoy aquí.