El sueño llegó como una marea, suave al principio, pero luego arrolladora. Estaba de nuevo allí, en ese lugar tan vívido, tan real, que casi podía oler el aire denso de la ceremonia. Era una sensación extraña, como si no pudiera escapar de la memoria que me había marcado para siempre. De alguna manera, todo era tan claro, tan palpable, que sentí como si lo estuviera viviendo otra vez, aún con los ojos cerrados. El viento cortante soplaba en la llanura. Recuerdo cómo la arena rozaba mis piernas, cómo el polvo se pegaba a mi piel como si quisiera borrarme de la existencia. Era el primer paso, el que te definía ante los ojos del gobierno. La ceremonia de guerrero. No importaba cuántas veces la hubiera escuchado antes de aquel momento, ni cuántas historias me habían contado sobre el sufrimiento que implicaba. Ninguna de ellas se comparaba con la sensación de estar ahí, parado frente a la roca lisa, con la palma extendida y la vida misma flotando en el aire.
Mis dedos temblaban. Era imposible no sentirlo. La presión, la duda, la ira... todo se acumulaba en el centro de mi pecho, pero no podía retroceder. Ni una palabra, ni un gesto de desobediencia. El silencio que reinaba en el lugar era ensordecedor. Los ojos de los ancianos del gobierno se clavaban en mí, esperando, observando, midiendo cada uno de mis movimientos.
Recuerdo que el calor del sol quemaba mi rostro, pero al mismo tiempo, todo me parecía frío, como si estuviera atrapado en un lugar distante. Los murmullos de los presentes se desvanecían, hasta que solo pude escuchar mi respiración, que se aceleraba con cada segundo que pasaba. Luego, el sonido de la cuchilla resonó en mi mente. La daga estaba frente a mí, brillante y cruel. Mis manos se aferraron a ella involuntariamente, el metal frío recorriendo mi palma. En ese instante, no pude evitar pensar en todo lo que había dejado atrás, en lo que estaba a punto de entregar por completo.
—Hazlo, Nikos. Es tu facción. —La voz de uno de los ancianos me alcanzó como un susurro, cortante, directa. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Sin poder detenerme, la hoja de la daga descendió sobre mi mano, la punta rozando la piel, separando el aire de la carne. El dolor llegó casi de inmediato, como una llamarada que recorría mi cuerpo. La sangre brotó, caliente, casi hirviendo, mientras yo la miraba, absorto, sin poder apartar la vista de lo que había hecho.
Mi pulso se aceleró, mi respiración se descontroló. Sentí cómo mi vida misma comenzaba a derramarse sobre la roca frente a mí. Era un sacrificio, una entrega. La sangre caía en gotas pesadas, formando un charco oscuro sobre la superficie de la piedra. Y, al mismo tiempo, sentí una conexión profunda, como si esa roca, ese suelo, todo lo que me rodeaba, ya me perteneciera. La energía que se desbordaba en ese instante era abrumadora. La marca de la sangre sobre la roca era la señal definitiva. Ya no era solo yo, Nikos. Ya no pertenecía a mi. Ahora, mi vida, mis pensamientos, mis acciones, todo estaba sellado por el gobierno. Las voces a mi alrededor celebraban, pero en mi mente solo había una palabra: *sacrificio*. Lo había dado todo, y en ese momento, entendí lo que significaba. Ya no habría marcha atrás. Yo era parte de algo mucho más grande que yo mismo. De repente, el dolor de mi mano dejó de importarme. Mi mirada se levantó hacia el horizonte, y aunque la ceremonia estaba a punto de concluir, algo dentro de mí se despertaba. Un fuego que antes no conocía. Mi vida ya no era solo mía. Pero en algún rincón de mi ser, sentí que esa marca, esa ceremonia, aunque me atara, también me liberaba de una forma que no había anticipado.
Entonces, el sueño se desvaneció lentamente, como un eco lejano que retumbaba en mi pecho. Desperté con la sensación de que aún podía sentir la daga en mi mano, la sangre derramándose, el peso de la roca bajo mis pies. El gobierno me había reclamado, sí. Pero, de alguna forma, yo también había reclamado algo de él.
Mi vista bajo hacia mi palma, la cicatriz de hace 5 años aun estaba ahí, presente y visible, palpante, y por alguna extraña razón dolía como si me la hubiera hecho recientemente. Tome un gran bocado de aire y baje de la furgoneta. Afuera la noche caía por sobre mis hombros, la luna junto con las estrellas intentaban iluminar todo a mi al rededor, tome asiento el césped húmedo junto a mi yacía mi arma, preparado para cualquier cosa, aun que nunca la había usado sabia perfectamente como usar una.
Y una vez mas posee mi vista en la luna, anhelando que todo esto fuera solo un sueño de mi cabeza.
— Nik, despierta — sobre mi sentía unas frías manos moviendo todo mi torso —¡NIKOS!.
Y casi por instinto tome el arma entre mis manos y apunte al portador de aquella voz —Mierda, Liam.
—Te quedaste dormido amigo.
Mire a mi alrededor y visualice a Neleah preparando el desayuno. Ladee mi cabeza intentando encontrar a Oscar pero fue en vano, el no estaba cerca. Y antes de que pudiera hablar una explosión se escucho a lo lejos.
—¡Oscar! —gritamos al unísono — Neleah a la furgoneta y escóndete bien, ten mi navaja y no salgas por nada del mundo.
Neleah solo asintió y junto con Liam corrimos adentrándonos hacia el bosque, demasiadas ramas de arboles se cruzaron en nuestro camino, hasta que lo vimos a lo lejos, estaba rodeados de guardias del gobierno, todos vestidos de blanco sosteniendo aquel sable y arma que los caracterizaba tanto a los clase III. Y cuando los guardias intentaron acercarse Oscar intento provocar otra explosión, pero fue en vano, su rasgo no le permitía generar cantidades tan grandes de energía.