Otra vez. Otra vez ese mismo sueño. Mi mente ya estaba atrapada en el ciclo, aunque lo intentara, no podía escapar.
Me encontraba en esa casa que me era imposible no reconocer, en una habitación bañada por la luz suave de la tarde. Mi madre estaba allí. Aún puedo recordar la fragancia de su perfume, ese que llevaba cuando éramos pequeños, el mismo que impregnaba mis recuerdos más felices. Su rostro sonreía con esa calma que solo ella tenía, como si todo estuviera bien, como si no existiera un mundo más allá de esa habitación.
En sus brazos, un bebé. No veía su rostro con claridad, pero sabía que era el mismo con el que soñé la vez pasada. El bebé que no conocí, el bebé que no pude proteger cuando era mas pequeño. Estaba ahí, en sus brazos, tan frágil, tan ajeno a la oscuridad que se cernía sobre nosotros. La escena era tan real que me costaba creer que todo fuera solo un sueño. Podía sentir el calor de mi madre, el sonido de su voz suave cantando una melodía que nunca escuché, pero que ahora resonaba en mi pecho.
Entonces, la imagen de mi madre comenzaba a desvanecerse, poco a poco, como si estuviera siendo absorbida por las sombras que emergían de las esquinas de la habitación. Los muros empezaban a desmoronarse, y la casa se desintegraba en silencio, como un espejismo que se disolvía con el viento. Sentía la necesidad de acercarme, de detener el inevitable, pero algo me retenía, una fuerza invisible que no me dejaba mover.
Y en ese momento, las sombras tomaban forma. No podía ver sus rostros, pero sus presencias eran tan poderosas que parecía que las respiraba. La angustia me envolvía mientras trataba de gritar, de llamar a mi madre, pero mi voz se ahogaba en un susurro sin sentido. El bebé en sus brazos lloraba, su llanto resonaba en mis oídos, perforándome el alma.
Mi madre me miraba fijamente, pero sus ojos ya no tenían la calidez que los caracterizaba. Estaban vacíos, huecos, como si ya no me reconocieran. Ella sostenía al bebé, pero de repente, su cuerpo comenzaba a desvanecerse, como si fuera parte del mismo vacío que lo consumía todo a su alrededor. El llanto del bebé se convirtió en un grito sordo, y entonces la habitación explotó en oscuridad total.
Desperté.
Mi respiración estaba agitada, mi corazón palpitaba con fuerza, y la sensación de ahogo no se disipaba. La furgoneta estaba en silencio, tan tranquila que casi podía oír mis propios latidos retumbando en mis oídos. Estaba empapado en sudor. Miré alrededor, pero las sombras del sueño aún seguían en mi mente, marcando cada rincón.
Cerré los ojos, con la esperanza de que fuera solo una pesadilla, que fuera un simple mal sueño. Pero sabía que no lo era. Ese mismo sueño, esa misma sensación, me había acompañado noche tras noche. Desde que todo cambió. Pensé que las pesadillas y los recuerdos de esa vez se habían ido con el tiempo, y que a su vez mi mente los sepulto muy por debajo de tierra. Pero mi mente me recordaba que, que seguían latentes y con mas vida que nunca. Quería entenderlos, quería saber que significaban, pero cada vez que despierto intentaba buscarles un significado no podía recordar nada de aquel recuerdo que al momento de cerrar mis ojos se transformaba en una recurrente pesadilla tan vivida. Y se me hacia algo extraño. No por el recuerdo en si, sino mas bien, por el hecho de poder recordar algo que paso cuando apenas tenia solo 3 años.
El sol ya estaba alto, y el calor del desierto lo invadía todo, era raro de pensar que los lugares mas verdes ahora solo eran un montón de arena, de lugares áridos. Pero algo era diferente. Un dolor que había estado presente desde el día anterior, esa punzada aguda en mi costado, ya no estaba. Me llevé la mano a la herida, y noté que la piel ya no estaba tensa ni hinchada.
—¿Liam...?—murmuré, mirando a mi alrededor. Estaba sentado cerca del fuego que había quedado apagado de la noche anterior, sus ojos cansados pero serenos, observándome.
—Gracias— le dije, poniéndome de pie, aunque con un poco de esfuerzo. Me tomé un momento para mirar la zona afectada, completamente curada, como si nunca hubiese estado allí.
Liam sonrió, una sonrisa leve, pero suficiente para mostrarme que no se trataba de un accidente ni de suerte. Tenía algo más, algo raro, algo que no comprendía bien. Su habilidad para sanar, esa rara magia que llevaba consigo, siempre me dejaba sin palabras.
—No es nada— dijo Liam, encogiéndose de hombros. —Solo algo que aprendí a hacer... con el tiempo. Es más, debes agradecerle a Leah, gracias a ella pude desarrollar una habilidad que no se veía dentro de mi clase.
Agradecí en silencio su ayuda. En este nuevo mundo, lo que solía ser extraordinario, ahora era necesario para sobrevivir.
Pasaron unas horas mientras recogíamos lo poco que nos quedaba. El camino que nos esperaba no perdonaba. En el camino las dunas se extendían infinitamente, como si el horizonte no tuviera fin. El sol azotaba el suelo con su calor insoportable, y aunque yo intentaba ignorarlo, el sudor empapaba mi espalda, como si me quemara desde dentro. Las tormentas de arena eran como una murmuración constante, como si el mismo desierto estuviera esperando a engullirnos.
Nunca me había sentido tan cerca de la muerte como ahora. Sabía que los lugares a los que nos dirigíamos no eran simples puntos en el mapa. Esta "entrada al infierno" de la que hablaba Oscar, un nombre que le habíamos dado a esa zona que cruzábamos, era como el umbral de una nueva era, de una nueva vida, o tal vez de una última batalla para sobrevivir.