Kai se miraba en el espejo de la peluquería mientras el barbero cortaba con cuidado sus cabellos oscuros. El sonido metálico de las tijeras llenaba el ambiente, un sonido que en otro momento le hubiera parecido insignificante, pero ahora se sentía lejano, como si no perteneciera al mundo en el que vivía.
El reflejo que lo observaba no era el mismo de antes. Sus ojos habían perdido parte de la chispa, reemplazada por un vacío silencioso que cargaba cada día desde que Liam partió. Ni el corte de cabello, ni los cambios de ropa, ni las sonrisas forzadas de la gente alrededor podían ocultar lo evidente: una parte de él se había quedado atrás.
Al salir de la peluquería, sus pasos lo llevaron casi por instinto hacia la habitación de Liam en su propia casa. Kai abrió la puerta despacio, y la quietud lo golpeó con fuerza. Todo seguía en su lugar: la cama cuidadosamente tendida, los libros apilados en la mesa, la ventana medio abierta dejando entrar la brisa.
Kai se dejó caer sobre la silla, apoyando los codos en sus rodillas y enterrando el rostro en sus manos. El olor tenue de las flores que aún permanecían en el escritorio le recordó la calidez de Liam.
—¿Por qué no puedo dejar de pensar en ti...? —susurró, con un hilo de voz.
La respuesta fue el silencio, pesado y cruel.
Incapaz de soportar esa soledad, Kai se levantó de golpe y salió de la habitación. Sus pies lo guiaron una vez más al único lugar donde podía encontrarlo: el templo.
Cuando llegó, el aire era distinto. El templo resplandecía bajo la luz del atardecer, y las flores alrededor de la estatua de Liam parecían multiplicarse con cada visita. Era como si el mundo entero respondiera a su sacrificio, alimentando con vida un lugar que debería haberse marchitado en el dolor.
Kai avanzó lentamente hasta quedar frente a la estatua. Se inclinó, dejó un nuevo ramo de flores frescas y al levantar la vista, no pudo contenerse. Lágrimas rodaron por sus mejillas, cayendo sobre la piedra fría.
—Cada día que pasa, duele más... —murmuró con voz quebrada—. No importa lo que haga, no importa cuánto intente avanzar... sigo volviendo aquí, contigo.
Sus hombros temblaban, y sus manos se aferraron al pedestal como si quisiera arrancar a Liam de esa prisión de piedra.
—Liam, ¿puedes escucharme...? —preguntó entre sollozos—. ¿O soy yo quien ya no quiere dejarte ir?
El templo quedó en silencio, pero más allá de esa quietud, algo se movía.
Liam caminaba por un prado interminable, rodeado de colores cálidos, risas y rostros conocidos. Kai estaba allí, sonriéndole, con esa seriedad dulce que siempre escondía bajo capas de frialdad. Nerea, Eloy, Lysan... todos estaban con él, viviendo una vida tranquila, sin guerras, sin grietas, sin sacrificios.
Era perfecto. Casi demasiado perfecto.
Porque, de vez en cuando, todo se distorsionaba. El cielo se ennegrecía, las flores se marchitaban y las risas se convertían en gritos desgarradores. Los mismos rostros que le sonreían se retorcían en máscaras de dolor. Liam se abrazaba a sí mismo, sabiendo que ese era el precio de la magia antigua: un sueño eterno, un equilibrio entre la paz y el tormento.
No podía despertar. Sabía que si lo hacía, la magia se liberaría y el mundo volvería a sumirse en el caos. Ese era su destino, y lo aceptaba.
Pero entonces lo sintió.
Un eco. Una vibración en el aire, como si una lágrima hubiera caído en el centro de su sueño. Y con ella, un llanto. Un llanto que le desgarró el corazón, aunque no lograba reconocer de quién era.
Cerró los ojos, apretando los dientes, y las lágrimas brotaron en su propio sueño.
—¿Quién eres...? —murmuró con desesperación—. ¿Por qué siento que... que te necesito?
El llanto volvió a sonar, más fuerte, más cercano, y Liam sintió un calor en el pecho. Era alguien a quien amaba, alguien que no podía olvidar aunque la magia intentara arrancarlo de su mente.
—No sé quién eres... —dijo entre sollozos, temblando—. Pero no quiero verte llorar. No... no quiero.
La distorsión se intensificó, y el sueño comenzó a agrietarse. Liam cayó de rodillas, con las manos en el suelo, respirando con dificultad. En lo más profundo, comprendía que ese llanto no era parte del sueño. Era real. Alguien lo llamaba desde afuera, alguien que no se rendía.
Y, aunque despertar no era una opción, una semilla de duda comenzó a crecer dentro de él.
Ese día, mientras Kai lloraba en silencio a los pies de la estatua, un leve destello recorrió las grietas de piedra que recubrían el cuerpo de Liam. Era casi imperceptible, como un suspiro de magia antigua, pero estaba ahí.
Un lazo había comenzado a tensarse.
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boylove, destinos entrelazados, criaturas magicas sobrenaturales
Editado: 10.09.2025