Elara caminaba descalza entre los árboles, sintiendo cómo la tierra húmeda se adhería a sus pies como si quisiera retenerla. El bosque de Lirien no era un lugar para los débiles de corazón. Sus ramas susurraban secretos antiguos, y sus raíces parecían moverse bajo la superficie, como si respiraran. Pero para ella, ese lugar era hogar. No por elección, sino por exilio.
La luna llena colgaba alta en el cielo, bañando el claro en una luz plateada que hacía brillar las runas tatuadas en sus muñecas. Cada símbolo era una marca de su linaje, de la magia que corría por su sangre como un río indomable. Su madre le había dicho que esas runas eran bendiciones. Su padre, antes de desaparecer, le había advertido que eran maldiciones.
Elara no sabía cuál de los dos tenía razón. Solo sabía que, desde que cumplió diecisiete años, los sueños habían comenzado.
Primero fueron imágenes difusas: una figura de ojos rojos, un campo de flores marchitas, una luna que lloraba sangre. Luego vinieron las voces. No eran voces humanas. Eran ecos, fragmentos de algo más antiguo que el lenguaje. Y todas decían lo mismo: “El vínculo se acerca. La sangre llama. La luna responde.”
Esa noche, el aire estaba cargado. Las hojas no se movían, pero el viento parecía susurrar entre ellas. Elara se detuvo en el centro del claro, donde una piedra negra sobresalía del suelo como una espina. Se arrodilló frente a ella, colocó ambas manos sobre la superficie fría y cerró los ojos.
—Muéstrame lo que debo ver —susurró.
La piedra vibró bajo sus dedos. Un calor extraño se extendió por sus brazos, y las runas comenzaron a brillar con una luz rojiza. Elara sintió cómo su conciencia se deslizaba fuera de su cuerpo, como si flotara entre los árboles. Vio imágenes: un castillo en ruinas, una espada cubierta de fuego, y unos ojos... unos ojos que la miraban con una intensidad que la hizo temblar.
Cuando abrió los ojos, el bosque estaba en silencio. Pero no estaba sola.
—No deberías estar aquí —dijo una voz masculina, profunda y grave.
Elara se levantó de golpe, girando sobre sí misma. Frente a ella, entre las sombras, emergió una figura. Alto, de cabello oscuro y ojos que brillaban como brasas. Su capa estaba desgarrada, y su rostro tenía una cicatriz que cruzaba la mejilla izquierda. Pero lo que más la impactó fueron sus orejas: ligeramente puntiagudas. No era humano.
—¿Quién eres? —preguntó, retrocediendo un paso.
—Kael —respondió él, sin moverse—. Y tú eres la razón por la que estoy maldito.
Elara frunció el ceño.
—¿Qué estás diciendo?
Kael avanzó un paso. El suelo pareció oscurecerse bajo sus pies.
—Hace veinte años, tu familia selló un pacto con los dioses de la luna. Un pacto que condenó a mi linaje. Cada luna llena, uno de los nuestros desaparece. Se convierte en sombra. Y tú... tú eres la última portadora de esa sangre.
Elara sintió que el mundo giraba. Su madre le había hablado de pactos, sí. Pero nunca de maldiciones. Nunca de consecuencias.
—Yo no elegí nada —dijo, con la voz temblorosa.
Kael la observó en silencio. Luego, con un movimiento lento, sacó un pequeño objeto de su cinturón. Era un colgante, con una piedra roja en el centro. La misma piedra que Elara había visto en sus sueños.
—Esto te pertenece —dijo él, extendiéndoselo—. Y con él, también el destino que compartimos.
Elara dudó. Pero algo en su interior, algo más antiguo que el miedo, la impulsó a tomarlo. Cuando sus dedos rozaron la piedra, una oleada de energía la atravesó. Vio imágenes, recuerdos que no eran suyos: Kael de niño, corriendo por un campo; Kael llorando frente a una tumba; Kael luchando contra sombras que salían del suelo.
Y luego, se vio a sí misma. En una torre. Con Kael. Sus manos entrelazadas. La luna sangrando sobre ellos.
El vínculo.
—¿Qué significa esto? —preguntó, jadeando.
Kael bajó la mirada.
—Significa que estamos unidos. Que solo juntos podemos romper la maldición. Pero también significa que, si fallamos, ambos moriremos.
Elara sintió que el bosque se cerraba sobre ellos. Las ramas parecían inclinarse, como si escucharan. Como si esperaran.
—¿Y qué debemos hacer?
Kael levantó la vista. Sus ojos brillaban con una mezcla de esperanza y desesperación.
—Debemos encontrar el altar de sangre. Antes de la próxima luna llena. Y ofrecer algo que nunca hayamos dado.
Elara tragó saliva.
—¿Como qué?
Kael sonrió, triste.
—Como el amor verdadero.
El silencio se hizo denso. Elara sintió que el colgante latía en su mano, como un corazón. Y supo, en lo más profundo de su ser, que su vida acababa de cambiar para siempre.
El bosque volvió a susurrar. Pero esta vez, no eran advertencias. Eran promesas.
Y la luna, testigo silenciosa, brilló con más fuerza.
---