Susurros de una Ciudad No Escrita

Monte Adentro se Ríen

Es devastador ver con tus propios ojos cómo lo que antes fue una casa, un hogar cálido, un refugio de historias y encuentros, de un momento a otro se convierte en un cascarón vacío, habitado apenas por el susurro del viento que se cuela entre las paredes podridas y el chillido de algún bicho escondido.

El cuento se pasa de boca en boca en las cantinas, entre mesas de póker llenas de cuchos, esos que aguantan los latigazos de la vida con un guaro en la mano. Hablan de una finquita, o mejor dicho, de un rastrojo de cafetal escondido monte adentro. Una tierra buena, de esas que hacían babear a cualquier jornalero. Dicen que de tan buena, solo el mismo diablo o los duendes podían haberla reclamado para ellos.

Aunque fuera una tierra tan buena, se decía que algo no cuadraba: todo aquel que la veía desde las lejanías podía asegurar que ni las ratas ni murciélagos habitaban en ella y eso era una muy mala señal, según las creencias de los pueblerinos, algo debía de estar espantando por ahí.

¡Pero aún así, no todo lo que brilla es oro!

Un muchacho, cansado de tanto chisme pueblerino, se antojó de ir a ver por sus propios ojos. Cogió su machete, se echó la ruana al hombro y, un viernes por la tarde, se metió monte adentro a darle pique a la finca esa.

Ya llegando, notó que la cosa no pintaba bien. Todo estaba raro, como congelado en el tiempo. Ni telarañas, ni grillos, ni bichos, ni rastro de vida.

Pero el joven, terco como una mula, empezó a desyerbar los matojos de la entrada. Mientras más macheteaba, más sentía el vientecito helado subiéndole por las piernas... y de fondo, como quien no quiere la cosa, unas risitas burlonas que le revoloteaban por ahí, metiéndosele en la cabeza como zancudos invisibles.

No entendía nada, pero siguió dándole al trabajo, hasta que escuchó, clarito, carcajadas saliendo de la casa.
Con berraquera en el pecho y el machete bien firme en la mano, se animó. Empujó la puerta... ¡y salió una estampida de murciélagos encima de él!

O eso creyó.

Cuando parpadeó, vio que la puerta ni siquiera estaba abierta, ni había murciélagos ni nada. Todo seguía intacto. Solo el frío, el monte, el silencio... y las risitas, ahora más cerquita.

Se sacudió el susto, apretó el machete contra su pecho... y terminó lo que había empezado.

—Esta juventud de hoy en día sí no —dijo uno de los cuchos, sacudiendo la cabeza y señalando la mesa de póker—. Yo les dije: ese pelao era muy sapo... y vea, no me hicieron caso.

El viejo lanzó sus cartas sobre la mesa: dos Jokers, cada uno dibujado con la cara burlona de un duende




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