Aún recuerdo cuando viajaba con mi padre por aquellas oscuras carreteras del norte del país, abrazando la penumbra, contemplando desde la opacidad de la ventanilla cómo las diminutas gotas del rocío nocturno se deslizaban por el vidrio. A mi derecha, apenas era posible distinguir la silueta de aquel fascinante acantilado.
Era una sensación tan pura que me atrapaba por horas, ignorando por completo lo que sucedía a mi alrededor.
Hasta que todo cambió.
La noche se sentía tan tranquila como siempre, pero esta vez algo fue distinto. Mi padre encendió la radio y lo que escuchamos lo dejó inquieto y confundido. Para mí, en cambio, fue placentero; sentía que aquella llamada era para nosotros.
—Bloqueo en la zon…
—No hay acceso, muert… —La radio quedó en estática.
Mi padre guardó silencio durante un largo rato, repasando mentalmente lo que acababa de oír. Por un instante, me entristeció verlo tan rígido, así que le sugerí cambiar de rumbo.
Y así lo hicimos.
Durante los kilómetros siguientes, le fui indicando el camino con un viejo mapa que guardábamos en la guantera para emergencias. No puedo negar que estaba molesto por la situación; nunca antes había tenido que apartar la mirada de aquel hermoso acantilado que siempre nos acompañaba en nuestros viajes.
Poco a poco, empecé a sentir que me llamaban desde el abismo: tan oscuro, tan grácil, tan majestuoso. Contemplarlo era un deleite.
No pude resistir la tentación, así que le dije a mi padre:
—Nos están llamando, papá. Tenemos que girar a la derecha para poder continuar.
Lamentablemente, mi padre comenzó a llorar. Sabía que debía reunirse conmigo… con su hijo.
Y giró el volante.
Nos reencontramos después de tanto tiempo.