Susurros de una Ciudad No Escrita

El cuarto de los destellos

Cuando el narcisismo y la soberbia se unen, forman una amalgama de maldad que rara vez puede reflejarse en tu propio ser. En cambio, generan una sombra que acecha tus pensamientos más oscuros, deseos y perturbaciones, dejándote arrastrar y absorber por sus inquietantes espasmos de regocijo y placer.

Quizá aquella sombra nació en una noche cualquiera, encerrada tras la llave de un pequeño cuarto decorado con objetos brillantes que emitían destellos aun en la completa oscuridad. La noche se hizo perpetua ante los ojos cansados de una bella joven incapaz de dormir por un único motivo: su espejo.

No era un simple insomnio nacido de los tormentos de la infancia. El motivo era ella misma. Pasaba horas contemplando la majestuosidad que creía emanar de su ser, desde la comodidad de su cama, mientras el espejo colgado en la pared la observaba en silencio.

El reflejo se volvió una obsesión. Le excitaba, la embriagaba, la hacía desconocerse a sí misma. Saber que el espejo la miraba sin descanso, sin queja alguna, le producía una dicha enfermiza. Su perpetua vigilia fue deteriorando poco a poco su frágil y delicado cuerpo, pero no apartaba los ojos del cristal.

El agotamiento físico era indescriptible, y aun así negarse el placer de admirarse le resultaba más doloroso que renunciar al sueño. Con la mirada entrecerrada, notó que el espejo comenzaba a brillar con intensidad, algo inusual: hasta entonces sólo devolvía la tenue luz de los adornos de la habitación.

Al principio no le dio importancia. Luego comprendió, horrorizada, que el reflejo no era el suyo. Allí había otra mujer, más hermosa, con mejores atributos, con una piel perfecta y un cabello lacio que ocultaba su rostro. Nunca antes había sentido envidia… hasta ese instante.

La proyección tomó cada vez más corporeidad, hasta romper el límite y aparecer en el mundo real.

La joven, con sus últimos alientos, nunca dejó de mirarla. Sintió cómo su propia belleza se desprendía en pequeños halos de luz que eran absorbidos por aquella figura, devorando todo resplandor de la habitación. Entonces lo entendió: aquella presencia era ella misma.

Decidió tenderle la mano. Y así, su vida acabó en uno de los actos más puros que jamás realizó: fundirse con lo que más admiraba y deseaba. Su propia sombra.

Años después, su cuerpo fue hallado en perfecto estado, sin muestra alguna de corrupción. Desde su cama, aún podía observarse en el espejo el tenue reflejo de una mujer cuya belleza nunca había sido vista en el mundo de los vivos.




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