¿Qué tan profundo te aventurarías en el bosque en busca de gloria y riquezas, si al hacerlo te condenaras a vagar por la eternidad en aquellas tierras que alguna vez pertenecieron a nuestros antepasados?
Así comienza la historia de un pequeño grupo de exploradores que se encontraba en lo que hoy conocemos como Sucre, un pueblo cálido y tranquilo, abrazado por las montañas e irrigado por un río inmenso.
El grupo perseguía la leyenda de una cascada mítica, de la cual hablaban los campesinos entre balbuceos de cantina. Se decía que aquel que lograra encontrarla y beber de sus aguas obtendría vida eterna, y que todos sus deseos serían cumplidos por la misma Madre Tierra. Pero la cascada estaba perdida en lo más hondo del bosque, y quienes se atrevían a internarse en él terminaban atrapados entre sus propios pecados. Eso, por supuesto, hacía del lugar un destino aún más tentador.
Una fría mañana de agosto, los exploradores emprendieron la marcha. Al principio, parecía una expedición más, digna de anotarse en los registros, sin nada extraordinario. Sin embargo, mientras avanzaban, la neblina comenzó a crecer a la altura de los pies, espesa, lenta, dificultando el paso y obligándolos a aminorar el ritmo. Nada fuera de lo común para ellos, hasta que sucedió lo inevitable.
Uno de los jóvenes —que en paz descanse— tropezó, y el pánico se apoderó del grupo. En la confusión se dispersaron, y jamás se volvió a saber de uno de ellos. El desafortunado muchacho había caído en una antigua trampa indígena: estacas afiladas se incrustaron en su torso, destrozando costillas y perforando los pulmones.
Desde ese momento, el aire del bosque se volvió pesado. El amanecer trajo consigo los sonidos de la noche: gruñidos, aullidos y pasos que quebraban ramas a su alrededor. La incertidumbre sustituyó la majestuosidad del paisaje. Aun así, no tenían opción: debían continuar.
Las horas se volvieron eternas. La neblina ya les cubría el pecho, y ver a más de un par de metros era imposible. A los ruidos de bestias se sumaron gritos humanos, lamentos que parecían venir de los confines del bosque. Cuando toda esperanza parecía perdida, un rayo de luz atravesó la bruma. Los hombres se aferraron a esa visión, y mientras se acercaban, el estruendo del agua cayendo contra las rocas fue reemplazando los lamentos. La habían encontrado.
La cascada.
Atónitos, comenzaron a documentar el hallazgo, a escribir notas apresuradas. Pero la tentación fue más fuerte. Uno a uno, cayeron en el embrujo del lugar: se desnudaron y corrieron hacia el agua, seguros de que allí encontrarían la vida eterna y los placeres prometidos. Para ellos, era un sitio sagrado. Para los demás… un lugar maldito.
Y así fue.
Uno a uno comenzaron a helarse, hasta quedar atrapados en el hielo del agua. Entonces, sus pecados se materializaron, tomando forma para atormentarlos. No podían huir: sus pies ya formaban parte de la cascada. Solo les quedaba fundirse con lo que habían cargado toda su vida.
Uno de los jóvenes, sin embargo, logró escapar. Apretaba con fuerza las notas de sus compañeros petrificados mientras corría desesperado, pero sus pecados lo alcanzaban más rápido de lo que sus piernas podían moverlo.
No lo logró.
Al final, recibió de ellos lo que más había deseado en vida.
Y así fue.
Meses después, un cuervo apareció en la plaza del pueblo con un pequeño cuaderno de cuero en el pico. Al abrirlo, los pobladores reconocieron los rostros de los exploradores. Y aquella noche, cuando los borrachos escucharon la noticia, dejaron de golpe la embriaguez, para sacar de sus bolsillos un mismo objeto: la misma imagen que tenía el cuervo.