La violencia consume, la violencia desata, la violencia recuerda. La violencia te hace y te destruye. Cuando estás rodeado de ella, pierdes el horizonte sin darte cuenta, buscando paz en un valle de sangre. No queda esperanza: la inocencia se ha deformado, y ahora eres tú quien debe confesar no haber matado.
Me encontraba, como de costumbre, ayudando a mi padre en nuestro pequeño pueblo. Un rincón olvidado por Dios, tan distante de la civilización que cualquiera pensaría que los recuerdos de sus habitantes quedarían sepultados en la espesura del monte. Sin embargo, nosotros tratábamos de darle vida a ese paraje muerto, encargándonos de los fiambres para los jornaleros que trabajaban en las veredas, a más de dos horas de la plaza.
Nuestra rutina era sencilla: levantarnos, asearnos, recoger los almuerzos y salir a repartirlos. Yo odiaba caminar de madrugada por esas trochas negras, donde lo único audible eran los aullidos lejanos de los lobos que se desvanecían en el bosque. La luna apenas iluminaba el camino, pero lo conocíamos de memoria. Tras varias horas llegábamos a las fincas, dejando los fiambres lo más calientes posible.
Cerca del mediodía, en una de las fincas nos invitaron a pasar. Para mí fue una bendición; para mi padre, un tormento. El dueño, Elíeser, le debía plata desde hacía meses.
—¡Don Roberto, qué alegría verlo! —exclamó con falso entusiasmo—. ¡Y míreme al muchacho, ya todo un hombre, gordo y colorado! A usted lo que le falta es nada, por Dios.
Mi padre apenas lo soportaba. Yo tampoco. Disimulamos mal el desprecio, pero a diferencia de él, yo no sabía controlar mis impulsos.
Cuando por fin nos íbamos, Elíeser nos detuvo con un encargo extraño:
—Mijos, no se vayan. Háganme el favor de llevarle este fiambrecito a doña Martina, en el potrero Los Nogales. Les pago bien. Y si quieren, de regreso se quedan a dormir en mis maizales.
Aunque quedaba a dos horas más de camino y la tarde ya caía, aceptamos. Hacía tiempo no visitábamos a doña Martina. Noté, sin embargo, que uno de los hijos de Elíeser tomó el mismo rumbo, pero se quedó trabajando en esa finca. El vistazo fue breve, y seguimos.
El cansancio nos doblaba las rodillas. Entre críticas a Elíeser fuimos callando, hasta que el silencio del anochecer se nos montó en los hombros. Finalmente llegamos.
Martina no era la de siempre. Apenas abrió la puerta, nos saludó con frialdad y cerró de golpe. Al darnos vuelta vimos unas gotas de sangre que se perdían hacia adentro de la casa. Decidimos marcharnos.
El regreso fue peor. La neblina ascendía, la oscuridad se tragaba todo, y mi padre caminaba sumido en sus pensamientos. La noche había reclamado lo que era suyo.
Al llegar a la finca de maíz, entramos rendidos. El calor era sofocante, pues los granos cubrían hasta el segundo piso. Yo me desplomé a dormir, pero mi padre no. Algo le goteaba en el hombro, y tras buscar por toda la casa una gotera, no encontró nada.
Subió entonces al segundo piso. Allí lo inimaginable: el hijo de Elíeser estaba colgado de un clavo que le atravesaba la coronilla. Lo habíamos visto esa misma mañana y ya mostraba signos de putrefacción. El maíz absorbía el hedor, por eso no olía a muerte. Mi padre bajó despavorido y como pudo, pasó el resto de la noche en vela.
Al amanecer me lo contó todo, y juntos avisamos a la policía. Pero el resentimiento de mi padre hacia Elíeser lo puso como primer sospechoso. Lo tuvieron encerrado cinco días, interrogándolo, sin pruebas que lo inculparan.
Nunca se supo quién fue el asesino. Desde entonces, aquella finca se volvió estéril. La tierra misma decidió no dar fruto donde un muerto quedó parado.