Se me hace curiosa la frase de que el hombre nace bueno y es la sociedad la que lo corrompe. Tal vez el ver a tantas personas de buena familia caer en los vicios del mundo y terminar deambulando sin rumbo por las calles oscuras de Medellín me hace cuestionarlo cada vez más. Esas mismas calles, frías y desalmadas, adornadas con los desperdicios de quienes han perdido toda esperanza de reincorporarse a la vida digna, vuelven los andenes y los puentes un pesebre de basura y desecho. Allí, entre sombras, se cobija la protagonista de esta historia.
Susana era una joven estudiante de derecho de una prestigiosa universidad. Rubia, de buena familia, ejemplo y orgullo de sus padres. Su vida parecía perfecta. in preocupaciones, sin urgencias.
Pero la rutina empezó a pasarle factura. Poco a poco perdió el centro, hasta que lo académico dejó de importarle. Sus compañeros lo justificaban:
—Déjenla, la pelada tiene derecho a divertirse un poco —decían.
Lo que parecía un desahogo terminó siendo el inicio de su caída. Las inasistencias se hicieron costumbre; llegó ebria a clase, entregó trabajos tarde, empezó a disfrutar del escándalo que causaba su nuevo estilo de vida. Lo que antes era referencia de disciplina, ahora era voz a voz de chisme en la universidad. Los profesores se preguntaban qué le pasaba; Susana simplemente los ignoraba.
Pronto el alcohol no le bastó. Quería más, algo que la sacara de sí misma en cuestión de segundos, que le borrara la disciplina que tanto tiempo la había oprimido y así, poder descansar los impulsos carnales que la estaban atormentando desde hace mucho. Y lo encontró. Una noche de fiesta, un jíbaro le ofreció lo que buscaba: una pasta azul, reservada solo para clientes selectos. Las reglas eran simples: debía consumirse con otra persona, y la magia ocurriría.
Y así fue.
Susana invitó a su mejor amiga Laura, quien desconocía lo que iba a suceder. Le vendió la idea de que era una experiencia única, sensorial y transformadora, que no se arrepentiría nunca de lo que estaba apunto de vivir. Escépticas al inicio, decidieron duplicar la dosis “para sentir más”.
Al principio no sintieron nada. Pasaron treinta minutos esperando que las mal viajara aquella drogan tan espectacular que habían consumido pero, viaje, que nunca llegó. Luego, el sueño las venció. Tres días permanecieron inconscientes, atrapadas en un infierno de alucinaciones, voces y sombras. Cada minuto parecía eterno y efímero al mismo tiempo, no podían comprender físicamente lo que les estaba ocurriendo, sentían su alrededor pero a su vez dejaban de sentir entre más se enfocaban en sentir.
Cuando al fin despertaron, no eran las mismas. Susana estaba en el cuerpo de Laura, y Laura en el de Susana. El guayabo era insoportable, y la confusión, peor. Al principio entraron en pánico, pero pronto se acostumbraron a la novedad: estaban viviendo la experiencia prometida.
El éxtasis duró poco. Al cabo de una hora, cayeron desmayadas y volvieron a sus cuerpos originales.
Laura huyó de inmediato y jamás volvió a saberse de ella. Susana, en cambio, quedó marcada. La experiencia se volvió obsesión, su mente y cuerpo le pedían volver a sentir, a volver a vivir.
Quiso repetir. Y lo hizo.
Engañó a otros, convenciéndolos de que era una droga inofensiva, que esta no dejaba secuelas, ni los volvía adictos, era la panacea entre todos loa ácidos del mundo. Cambió de cuerpo una y otra vez. Disfrutaba lo prohibido, sentir las pasiones, los dolores y los recuerdos ajenos. Tantos cuerpos habitó, que su propio ser se volvió desconocido. Su cuerpo real ya no le pertenecía; era solo una vasija vacía que no merecía ser rellenada con su propia vida.
Su corazón quedó regado en canecas de basura, junto con los restos de humanidad que todavía le quedaban. Su nombre, su historia, su familia, se fueron borrando como un recuerdo difuso en las voces de quienes alguna vez la conocieron.
Su adicción la llevó al límite, terminar convertida en un cascarón, un cuerpo sin mente ni conciencia, vagando por la ciudad. Un ser humano que jamás volvería a hallar la luz.