Susurros de una Ciudad No Escrita

El suelo se pintó de rojo

El suelo se pintó de rojo. Ahí estaba, rodeado de granos de maíz y gallinas que lo miraban con deseo, como si fuera su alimento. Tal vez ese día las gallinas probaron un nuevo tipo de concentrado.

Siempre parecía tan sonriente, tan audaz, tan jovial, que nunca pensamos que llegaría hasta ese punto. Contagiaba a todos con su inusual química, lograba que siempre hubiera algún tema de conversación entre los muchachos y su esposa. Era, sin duda, una de las personas con mejor oratoria que conocí. Alimentaba nuestra curiosidad hasta tal punto de empaparnos de preguntas tras preguntas que él, encantado, nos contestaba mientras nos preparaba nuestro mecato favorito y el chisme continuaba sin cesar. No parábamos, pasábamos horas escuchando sus historias, sus pesares, sus pérdidas y los nombres de sus enemigos. Dibujaba escenarios tan vívidos con sus palabras que era imposible no seguirle el ritmo. Simplemente, era exquisito escucharlo. La finca donde el vivía, cobraba vida con su elocuencia, y mi corazón palpitaba de emoción. Definitivamente, eran nuestros tiempos dorados.

Pero todo cambió.

Los ritmos implacables de la vida hicieron que dejáramos de visitarlo tan seguido. Nos dejamos de ver por largos periodos, y aunque eso nos dolía, también hacía que los encuentros se volvieran más significativos tanto para él como para nosotros. Lo amábamos. Pero la vida tenía preparados otros planes.

Una mala racha, una mala época, un mal día: cualquiera puede tenerlos. Sin embargo, para él no fue solo eso. Fue la gota que derramó el vaso… hasta el punto de pintar el suelo de rojo.

Lluvias interminables, tormentas tras tormentas, murciélagos anidando en el techo en busca de refugio: su casa no resistía más. Sin plata, sin ayuda y, sobre todo, sin habernos contado lo que ocurría, todo empezó a caer en declive. Queríamos ir, pero se nos hacía imposible. Con cada tormenta, sus llamados a que lo visitáramos eran más insistentes. Y aun así, no fuimos.

Tal vez, si hubiéramos ido. Solo tal vez…

Puedo imaginar la angustia de mi cucho, siempre tan capaz, tan resiliente, al borde del quiebre. Su corazón no resistía ver cómo su morada se venía abajo día tras día, sin encontrar la forma de detener la lluvia ni de evitar que el viento arrancara las tejas. No podía más. Y aun así, seguía guardando la esperanza de que lo visitáramos.

Tal vez ese fue su último llamado.

Recuerdo con el alma la última semana antes de que todo cambiara para siempre. No dejaba de insistir en que mi hermano y yo fuéramos a verlo. Pero no podíamos: los estudios nos ataban entre semana. Igual ya habíamos preparado las maletas para visitarlo el fin de semana. Faltaba tan poco para volver a verlo. Tan poco.

Pero no fue así.

La tormenta cedió y los rayos de sol asomaron, como anunciando un nuevo comienzo. Pero el daño ya estaba hecho. Su mente se había deteriorado hasta un punto sin retorno, y bastó una simple discusión para que todo dejara de estar como debía estar.

El suelo se pintó de rojo.

Esa mañana encontramos al cucho en el granero, rodeado de las gallinas que tanto amaba. A su lado, la causante de que el suelo se manchara de sangre: su querida pistola.




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