El cielo parecía que se fuera a caer en mil pedazos. Nubes negras cubrían los rayos del sol desde hacía días; ventiscas tan peligrosas que nadie podía salir de sus casas sin sufrir algún daño. La plaza del pueblo estaba desolada, como siempre en aquellos días de Semana Santa, en el pequeño pueblo de Condoto. Las señoras del pueblo, religiosas y agüeras, pasaban horas rezando por la protección del Señor ante una posible venida del fin de los tiempos. Todos las consideraban locas.
Hasta que el loco fue otro.
Al frente de la iglesia del pueblo se encontraba la pequeña Olivia, encerrada en su cuarto jugando con sus muñecas, como era habitual cada Semana Santa. Ella apenas tenía seis años, y a tan corta edad era valiente, no se dejaba doblegar ante el peligro. Pero algo iba a dejarla marcada para siempre.
Su habitación, decorada con un gran ventanal, estaba situada de tal manera que era posible ver en primera plana la iglesia y la plaza en toda su plenitud. Por primera vez, presenciaría un acto terrorífico. Olivia, como de costumbre, empezó una de sus sesiones de juego a medianoche del Viernes Santo. Todo transcurría con normalidad, hasta que la habitación fue sumida en la oscuridad por un trueno que despertó la atención de todos los gatos del lugar. Empezaron a maullar con fuerza, y entre más maullaban, más gatos se unían. Ya no era posible escuchar en el pueblo algo que no fueran sus maullidos. Y con la llegada de aquel ruido, en un abrir y cerrar de ojos, la tormenta comenzó.
Una lluvia torrencial como nunca antes vista azotaba las tejas y las ventanas; el viento era tan fuerte que logró romper varios vidrios, dejando solo las maderas que chocaban una y otra vez contra las paredes de las casas. Olivia no entendía qué estaba sucediendo. Todo comenzó a descontrolarse. La lluvia duró apenas unos minutos, hasta que lentamente se fue disipando y, con ella, los gatos también se marcharon. Parecía que el pueblo había vuelto a la normalidad… pero no fue así.
Entre el silencio y la oscuridad perpetuas de aquel viernes, se empezaron a escuchar gritos y quejidos, como si provinieran del interior mismo de la iglesia. Con sus llantos de ultratumba, la lluvia regresó, los gatos volvieron a maullar y las campanas comenzaron a sonar de forma discordante: parecían anunciar la llegada del fin.
Olivia, paralizada del susto, no dejaba de mirar por la ventana todo lo que ocurría. Entre lágrimas, soltó con la mano derecha a su muñeca y llevó la izquierda al cuello, tomando el rosario que le había regalado su abuela. —Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Ie…
Antes de que pudiera pronunciar el nombre de Jesús, el rosario de Olivia se rompió por la mitad, cayendo al suelo y quebrando la cruz del Señor.
Ya no podía moverse más. Sus ojos estaban clavados hacia la iglesia, cuyas puertas se abrieron lentamente, revelando la entidad que había provocado semejante desastre. Postrándose completamente erguido, aquel ser comenzó a recitar oraciones en arameo, haciendo que Olivia sincronizara sus movimientos con él. Empezó a retorcer sus articulaciones hasta el punto de quebrarlas por completo. De la boca de la niña salían las mismas palabras que se oían desde la iglesia, y de sus ojos brotaba sangre.
Sola y desprotegida, Olivia estaba perdiendo la fe y la esperanza: estaba bajo el dominio total del Maligno. Recitar cualquier oración católica hacía que la entidad le fracturara aún más los huesos, y entre más fracturados estaban, más fuerte se volvía la posesión. El mal la estaba consumiendo.
Su fe estaba consumada; ya no quedaban rastros de aquella joven pastora que siempre portaba al Señor en su corazón. Las plegarias, las oraciones, el credo, habían sido desterrados de su alma. En su mente solo podía reproducir el mal, la adoración al maligno y, sobre todo, recitaba de memoria cada uno de los rezos que la entidad le obligaba a pronunciar. Su rezo se había convertido en su nueva fe: las tinieblas la abrazaban entre garras y zarpazos.
Olivia, por sí sola, decidió vender su alma al mismísimo diablo, y al hacerlo, el piso se agrietó. De las grietas emergieron unas manos que la aferraron de los pies para siempre. Su fe había sido consumada.
Cuando todo parecía perdido, apareció en el centro de la plaza el grupo de señoras religiosas, rodeando a la entidad. Cada una sostenía con su mano izquierda un farol cuyo fuego ardía con madera santa, y en la derecha, un rosario bañado en agua bendita. Juntas, al unísono, empezaron a rezar y a exorcizar al demonio que poseía a Olivia. Fueron horas y horas de oración, de tortura eterna para la niña, pero también para el hombre que había sido el huésped del mal.
Con los primeros rayos del amanecer, justo al terminar la oración que Olivia nunca había podido concluir, la entidad lanzó un mugido que la niña también replicó. Ambos rugidos se escucharon en toda la región. El mal había sido purgado. El Sábado Santo había comenzado: las nubes se disiparon, los pájaros cantaron y los pueblerinos se reencontraron.
El hombre poseído resultó ser el mismísimo padre del pueblo. Y se dice que Olivia jamás volvió a recuperarse de aquel suceso. Permaneció encerrada en su cuarto para siempre, jugando con sus muñecas por toda la eternidad, condenada a repetir cada noche aquel trágico Viernes Santo.