En las lejanías del pacifico colombiano, un pequeño pueblo golpeado por la humedad y las supersticiones, se decía que en Semana Santa el cielo siempre cobraba cuentas antiguas. Los ancianos aseguraban que, tiempo atrás, un misionero había muerto en circunstancias extrañas dentro de la iglesia, ni los gatos se atrevían a postrarse en sus alrededores aquella semana; otros juraban que un demonio sin nombre rondaba el campanario desde hacía décadas, observando cada noche a los feligreses rezar en sus casas, aún así, nadie sabía la verdad, pero era un temor a voces la llegada del Viernes Santo.
Aquel año, el cielo parecía a punto de quebrarse en mil pedazos. Nubes negras tan densas como el hollín de la ciudad, cubrían los rayos del sol desde hacía días. Ventiscas tan peligrosas que nadie podía salir de sus casas sin miedo a perder un ojo por algún objeto que pudiera ser arrojado por los fuertes vientos. La plaza del pueblo estaba tan desolada que parecía un cementerio abandonado.
Las señoras del pueblo —religiosas, agüeras y poseedoras de un fervor casi ancestral— se reunían cada tarde a rezar por protección ante Bel-Zakhar, un nombre prohibido que solo ellas mantenían vivo. El resto del pueblo simplemente las llamaban locas.
Pero esa vez, aquellas locas eran las únicas que no estaban equivocadas.
En una casa frente a la iglesia vivía la pequeña Olivia, de solo seis años. Era valiente, más por inocencia que por temple. No se dejaba doblegar ante el peligro. Permanecía encerrada en su cuarto a la luz de la luna, jugando con sus muñecas, como era habitual en cada Semana Santa, ya que su familia le atrancaba la puerta con llave para “evitarle” las procesiones y rezos interminables. Sin embargo, siempre llevaba consigo un pequeño rosario rojo que le había dado su ya difunta abuela, lo guardaba como señal de que nunca estaría sola.
Tristemente aquel encierro y descuido iba a dejarla marcada para siempre.
Su habitación tenía un gran ventanal que dejaba ver la iglesia y la plaza en su plenitud. Olivia, como de costumbre, empezó una de sus sesiones de juego a medianoche del Viernes Santo. Todo transcurría con normalidad, hasta que un relámpago iluminó por un instante el pueblo y la casa se sumió en completa oscuridad. Ese mismo estruendo despertó la atención de todos los gatos del pueblo. Gatos, que siempre merodeaban por los techos, empezaron a maullar de forma desesperada. Primero fue uno, luego dos, luego decenas. Los maullidos retumbaban por las calles como un coro maldito. Olivia quedó impactada al ver como lentamente los gatos se posaban en la fachada de la iglesia, nunca los había visto tan cerca. Ahora los maullidos parecían dirigirse hacia ella y ya no era posible escuchar en el pueblo algo que no fueran sus horripilantes quejidos. Y con la llegada de los gatos, en un abrir y cerrar de ojos, la tormenta comenzó.
Una lluvia torrencial azotó las tejas y las ventanas. El viento era tan fuerte que rompió varios vidrios, dejando expuestas las maderas, que golpeaban una y otra vez contra las paredes. Olivia, asustada, apretó el rosario contra su pecho. Algo iba terriblemente mal. Ella podía sentirlo en los huesos. Todo comenzó a descontrolarse.
Pero así como llegó, la lluvia cesó de repente. Y los gatos, tan rápido como habían aparecido, desaparecieron en la oscuridad.
El silencio que siguió no era un silencio normal.
Era un silencio que le apretaba el pecho hasta impedirle respirar.
Entonces, desde la iglesia, comenzaron los gritos.
Gritos antiguos. Gritos profundos. Gritos de algo que no pertenecía al mundo de los vivos. Entre esos lamentos, las campanas empezaron a sonar de forma errática, chocando entre sí como si una fuerza invisible las golpeara con furia.
La tormenta regresó con un rugido. Los gatos volvieron a maullar. Y las puertas de la iglesia, lentamente, comenzaron a abrirse.
Olivia, paralizada del susto, no dejaba de mirar por la ventana todo lo que ocurría. Entre lágrimas, soltó con la mano derecha a su muñeca y llevó la izquierda al cuello, tomando el rosario que le había regalado su abuela. —Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui, Ie…
Antes de que pudiera pronunciar el nombre de Jesús, el rosario de Olivia se rompió por la mitad, cayendo al suelo y quebrando la cruz del Señor y perdiendo la protección de su abuela.
Desde la iglesia emergió una figura humana… o algo que fingía serlo. Erguido como un árbol muerto, sus huesos crujían con cada paso. Había sombras que parecían adherirse a su piel, como si el cuerpo rechazara la luz misma.
Ya no podía moverse más. Sus ojos estaban clavados hacia, eso, que había provocado semejante desastre.
Al terminar de abrirse las puertas, Bel-Zakhar habló.
No en español.
No en latín.
En arameo.
Cada palabra retumbaba dentro del pecho de Olivia como un golpe. Sintió cómo sus articulaciones empezaban a retorcerse. Sus brazos se doblaron hacia atrás en ángulos imposibles; su cuello se ladeó como si alguien intentara arrancarle la cabeza. Y aun así, la niña no podía gritar: su boca hablaba por sí sola, repitiendo cada sílaba que el demonio pronunciaba desde la iglesia.
De sus ojos brotó sangre.
Olivia quería rezar. Quería pedir ayuda. Pero cada vez que intentaba pensar en Dios, una fuerza invisible le fracturaba un hueso más.
Uno.
Otro.
Y otro.