Susurros de una Ciudad No Escrita

Lo que la verdad enterró

Ya no quedaba ruido en la selva. Los pájaros salieron volando, dejando caer sus húmedas plumas sobre mi cuerpo. Solo un tenue rayo de sol se filtraba entre las hojas de los árboles y la espesa niebla.

Estaba hundido en mis pensamientos mientras limpiaba el fusil que tenía en las manos. No deseaba seguir en ese lugar, pero necesitaba la libreta y el dinero. Mi madre tenía muchas deudas y me había prometido ayudarla. Antes de darme cuenta, fui sacado de mis pesares por la voz del capitán:

—El coronel pidió para esta semana un aumento con los resultados.

“Resultados”. Así era como le decíamos a los muertos.

Esa misma tarde salimos en un camión rumbo al sur de Antioquia. Íbamos solamente cinco. Nos dijeron que el trabajo sería sencillo y que no se necesitaría de tantos. El capitán fue quien coordinó junto a un civil de la zona; según nos dijo, el señor se encargaba de “atrapar” informantes.

—No se preocupen, será tarea fácil —dijo el capitán, con esa sonrisa que te hacía dudar entre la verdad y la mentira.

Fue así como, después de un par de horas, llegamos al susodicho lugar: una finca abandonada, donde solo volaban gallinazos en busca de carroña para comer.

Al bajarnos, me tomé un segundo para ver en dónde estábamos. El ambiente era extraño; el frío me hacía temblar y la niebla me impedía ver bien. Aun así, logré distinguir a lo lejos al civil con el que había hablado el capitán. Nos hizo una seña para que nos acercáramos, y así lo hicimos.

Ya estando junto a él, pude observar a dos jóvenes a su lado. Estaban amarrados a un poste. Aquel civil dijo que eran informantes de la guerrilla, pero yo solo me limité a notar que uno de ellos tenía a su lado una bolsa con pan viejo y el otro los zapatos rotos. En sus rostros pude ver el miedo, y me di cuenta de lo que estaba a punto de pasar…

El capitán los desamarró y les ordenó darse la vuelta mientras les preguntaba sus nombres, pero antes de escuchar su respuesta, el sonido de los disparos, que se pudo escuchar por toda la montaña me había dejado con un zumbido aturdidor. Dirigí la vista hacia el capitán, y junto a él estaban los cuerpos de aquellos jóvenes sin vida, de los cuales no supe sus nombres.

—Cámbienlos de ropa —dijo, mientras nos lanzaba un par de uniformes limpios.

No pude reaccionar en el momento. Mi compañero me pidió que trajera los fusiles viejos que estaban en el camión. Fui, los tomé y se los entregué. Mi impacto me hacía actuar por inercia.

Al rato pude ver cómo habían quedado aquellos jóvenes: tenían puestos los uniformes de la guerrilla, ahora manchados con su sangre. Sus cuerpos delgados hacían que el uniforme se viera demasiado grande. En sus manos sostenían los fusiles viejos. Aquella escena hizo que se me revolviera el estómago.

—Tomen la foto y vámonos —dijo el capitán, sin rodeos.

Nos subimos de nuevo al camión e inmediatamente los gallinazos que estuvieron observando desde la distancia todo lo que había ocurrido, emprendieron vuelo y empezaron a merodear su nueva comida.

El capitán nos felicitó:

—Otro día más limpiando las calles.

Se escuchaba muy orgulloso; orgullo que yo no podía tener.

Regresamos al refugio: una carpa ancha y rota, con cobijas agujereadas, recubiertas de la tierra húmeda del suelo que servían de cama. No podía dormir. El suceso me daba vueltas en la cabeza. Cada vez que cerraba los ojos volvía a ver los rostros de los jóvenes, sus cuerpos cayendo, su silencio. La culpa me pesaba más que el fusil.

Al amanecer fui a hablar con el capitán.

—Capitán, buenos días —dije con voz insegura.

—Buenos días, soldado. ¿Qué se le ofrece?

—Capitán… los jóvenes de ayer…

—¿Los informantes? ¿Qué pasó con ellos?

—Es que… no parecían parte de la guerrilla. Recuerdo que uno llevaba una bolsa con...

El capitán me interrumpió con una mirada seca.

—Soldado, olvídese del asunto y limítese a obedecer. Hay mucha gente involucrada, y hablar de más puede perjudicarlo.

Sentí un nudo en la garganta. Solo asentí y me retiré.

Pero no podía quedarme callado. Sabía lo mucho que me arriesgaba, así que escribí una carta para mi madre, narrando todo por si me llegaba a suceder algo.

Ese mismo día fui a la base principal. Necesitaba hablar. Pedí ver al coronel. Me hicieron esperar más de una hora bajo el sol inclemente de la tarde, hasta que finalmente me dejaron entrar.

—Mi coronel, vengo a informar una… irregularidad que ocurrió en la última operación —dije, intentando mantener la calma.

—¿Irregularidad? —preguntó, con un tono burlón—. Cuénteme.

—Los dos informantes… no eran guerrilleros, eran civiles. El capitán no lo verificó.

El coronel guardó silencio unos segundos, sin apartar la mirada. Luego habló con frialdad:

—Mire, soldado, hay cosas que es mejor no decir.

Acto seguido, llamó a dos hombres que estaban cerca.

—Acompañen a su compañero —ordenó—. Ya saben… denle la charla.




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