Susurros del corazón

Colores en las gradas

Astro

El sonido del timbre resonó en el pasillo, marcando el final de la clase. Con el corazón latiendo desbocado, salí del aula, intentando sumergirme en el bullicio de mis compañeros. Pero, como siempre, mi mente estaba en otra parte. Ahí estaba él, en las gradas de la cancha, el chico que había llenado mis pensamientos desde el primer día de clases.

Sus dedos se movían con destreza, dibujando paisajes que nunca había visto, pero que me hacían soñar. Observándolo desde la distancia, podía perderme en su arte, dejando atrás el eco de su voz que aún resonaba en mis recuerdos.

A menudo me encontraba en ese rincón del patio, escondida tras un grupo de chicos que jugaban al baloncesto. Ellos nunca miraban hacia arriba, nunca se daban cuenta de que yo estaba allí, simplemente observando. Él, por otro lado, parecía ajeno a mi presencia, como si viviera en un mundo paralelo donde las palabras eran innecesarias.

Me pasaba horas así, contemplando cómo se concentraba en cada trazo. A veces, imaginaba que sus ojos se cruzaban con los míos, pero siempre era solo un espejismo. La timidez se apoderaba de mí en esos momentos, llenando mis pulmones de aire pesado. Cada vez que trataba de acercarme, una sensación de parálisis me detenía. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía romper el hielo cuando apenas conocía su nombre?

Los días se convertían en semanas, y las semanas en meses. Mis libros seguían siendo mis mejores amigos, pero él comenzaba a ocupar un espacio inquebrantable en mi corazón. Era como si, de alguna manera, su arte y su presencia fueran un refugio en medio del caos que había dejado su partida. Mientras leía historias de amor y aventuras, mi mente siempre regresaba a él, al chico de once,que siempre pintaba

Pero en lugar de dar un paso al frente, me quedé inmóvil, observando cómo se alejaba con su cuaderno bajo el brazo. La oportunidad se desvanecía, y con ella, mis ilusiones de hablarle. Mis miedos siempre ganaban. Sin embargo, en ese momento, sentí una extraña mezcla de tristeza y aceptación. Quizás no era el momento adecuado, o tal vez nunca lo sería.

En el fondo, sabía que debía aprender a hablar con él, a romper ese silencio que me atrapaba. Pero por ahora, me conformaba con ser solo una espectadora de su vida, una sombra en las gradas que nunca se atrevería a cruzar el umbral hacia la conexión. Al menos, por ahora, los colores de su arte y la historia que compartía en silencio seguirían siendo mi refugio.

Una espectadora enamorada

El timbre sonó, y con él, el alivio de la rutina escolar se desvaneció por un instante. Los pasillos se llenaron de risas y charlas, pero mi mente permanecía en un solo lugar. Allí estaba él, en su rincón habitual del patio, rodeado de hojas de papel y trazos de lápiz. David. Cada día, su presencia me robaba la concentración, como si su arte tejiera una red invisible que me mantenía atrapada.

Hoy, el sol brillaba con fuerza, proyectando sombras largas sobre la cancha. David estaba allí, inmerso en su mundo, y yo, como siempre, me encontraba en la misma posición: a una distancia segura, observando. Su cabello caía sobre su frente mientras se concentraba en un boceto. Era un espectáculo que me fascinaba, como una película en la que deseaba ser parte, pero no sabía cómo entrar.

Mis amigos a menudo me llamaban para unirme a sus juegos, pero el baloncesto nunca me había interesado. Yo prefería quedarme allí, en silencio, rodeada de risas que se mezclaban con el susurro del viento. Sin embargo, cada vez que trataba de acercarme, un miedo palpable me paralizaba. ¿Qué diría? ¿Cómo romper el hechizo de la distancia que yo misma había creado?

Hoy sentía una inquietud especial. Una pequeña voz dentro de mí me decía que era el momento de hacer un cambio, de dejar de ser solo una espectadora. Pero cuando mis ojos se encontraron con los de David por un breve instante, mi corazón se detuvo. Era como si el mundo a nuestro alrededor se desvaneciera, pero la oportunidad se disipó tan rápido como llegó, y él volvió a enfocarse en su arte.

Los minutos pasaron, y el bullicio del patio se transformó en un murmullo lejano. Observé cómo David dibujaba un paisaje, los colores vibrantes que surgían de su lápiz eran como un reflejo de su alma. En ese momento, algo en mí se rompió. La tristeza de no haberme acercado se mezcló con la determinación. Hoy tendría que ser diferente.

Me levanté, mi corazón latiendo con fuerza. Caminé lentamente hacia él, cada paso era un pequeño triunfo contra mi timidez. Sin embargo, cuando estuve a solo unos metros, mis piernas se detuvieron. Un grupo de estudiantes pasó a mi lado, riendo y hablando en voz alta, y mi coraje se desvaneció en un instante. Me quedé allí, observando, atrapada entre el deseo y el miedo.

David miraba hacia abajo, ajeno a mi lucha interna. Justo cuando estaba a punto de darme por vencida, él levantó la vista y me sorprendió con una sonrisa. En ese momento, sentí que el tiempo se detenía. Su mirada era cálida, como si ya supiera de mi presencia constante, como si estuviera invitándome a cruzar esa línea invisible.

Decidí dar un paso más. Me acerqué un poco más, respirando profundamente para calmar los nervios. “Hola,” logré murmurar, sintiendo que la voz me temblaba.

Él levantó una ceja, sorprendido, pero la sonrisa nunca desapareció. “Hola,” respondió, con un tono suave que me llenó de esperanza.




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