Susurros del Pasado

Capítulo 3 – Sombras en las calles

El aire nocturno olía a lluvia vieja y cables quemados. La ciudad parecía suspendida en un letargo extraño, con las farolas parpadeando como ojos cansados. Caminaba rápido, aunque intentaba que mis pasos sonaran tranquilos. Nadie debía notar mi miedo. Nadie debía notar que estaba rota por dentro.

La imagen del hospital aún ardía en mi mente: la mujer, su piel grisácea, los dedos crispados, su boca repitiendo mi nombre como si fuera un conjuro.
Nyra.
¿De dónde me conocía? ¿Por qué parecía suplicarme que recordara?

Me froté las sienes con fuerza. No podía estar perdiendo la cabeza. O tal vez sí, y todo esto no era más que un eco de una locura incubada hace años.
Pero la sensación era demasiado real.

Giré en la esquina de San Martín y Crucero, donde las tiendas cerradas se alineaban como tumbas iluminadas por neones moribundos. Fue allí cuando lo sentí. Esa punzada en la nuca. Ese instinto animal que grita cuando alguien te mira demasiado tiempo.

No estaba sola.

Levanté la vista.
Al otro lado de la calle, una silueta inmóvil. No podía distinguir su rostro, pero lo sabía: sus ojos estaban clavados en mí.

Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. Aceleré el paso.

La silueta hizo lo mismo.

Tragué saliva, el corazón retumbando contra mi pecho.
Doblé a la derecha, hacia un pasaje angosto. Las paredes húmedas apestaban a orina y óxido. No importaba. Necesitaba perderlo, o perderla, o perder lo que fuera que venía detrás.

Mis pasos resonaban huecos, seguidos de otro eco, más pesado, más firme.

Corrí.

No pensé. Solo corrí.

El pasillo desembocó en una avenida iluminada por carteles publicitarios que proyectaban colores sobre el asfalto mojado. Me mezclé entre un grupo de personas que esperaba un bus nocturno. Fingí revisar el celular, como si fuera otra más, invisible en la multitud.

Conté hasta diez. Luego levanté la vista.
La silueta estaba allí, en el borde de la multitud, observándome sin pestañear.

Un murmullo me alcanzó entre el ruido del tráfico:
—Nyra…

Casi grité. No era mi mente. No era un recuerdo. Era real.

Me alejé del grupo, empujando cuerpos, ignorando las quejas. Crucé la calle sin mirar. Un taxi frenó de golpe, la bocina me taladró los oídos, pero seguí corriendo. El perseguidor también cruzó, esquivando el coche con un movimiento demasiado calculado.

Doblé por una calle lateral. Mis pulmones ardían. El sudor me nublaba la vista. Las luces de neón se apagaban una a una, como si alguien quisiera borrar mi camino.

Al fondo, un portón de metal oxidado. Me lancé contra él. Cerrado. Golpeé con desesperación, sin pensar qué haría si se abría.

Y entonces, la voz, mucho más cerca:
—No corras. Ya lo hiciste una vez… y sabés cómo terminó.

Me quedé helada.

Giré lentamente. La silueta estaba a pocos metros. La luz de un poste la bañaba apenas: un hombre alto, encapuchado, con un movimiento inquietantemente familiar.

Mi respiración se cortó. Algo dentro de mí reconocía esa figura. No el presente. Un recuerdo.

Pero antes de que pudiera reaccionar, una patrulla apareció en la esquina. Sirenas, luces azules, órdenes gritadas. La silueta retrocedió a la oscuridad y desapareció como si nunca hubiera estado allí.

Me quedé contra el portón, jadeando, incapaz de moverme. Los policías ni siquiera me miraron. Pasaron de largo, persiguiendo algún otro fantasma de la ciudad.

Y yo, sola. Con una certeza que me helaba la sangre:

No era la primera vez que corría de esa sombra.

Era la segunda.




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