No dormí. Ni siquiera lo intenté. Pasé la noche en vela, mirando el techo, escuchando ruidos que quizá estaban solo en mi cabeza. Pero había una certeza quemándome por dentro: no podía dejar las cosas así. Esa mujer en el hospital sabía algo. Y si yo quería respuestas, tenía que volver allí.
Al amanecer, la ciudad parecía una versión cansada de sí misma. Caminé con un nudo en el estómago hasta el hospital, con la ropa arrugada y los ojos pesados.
La sala donde la había visto estaba vacía. La cama, perfectamente hecha, como si nadie hubiera estado allí.
Busqué a la enfermera de turno.
—La paciente de anoche… la mujer que estaba en la habitación 312, ¿dónde está?
La mujer frunció el ceño, hojeando una carpeta.
—Aquí no figura ninguna paciente con ese número de habitación. ¿Está segura?
—¡La vi! Estaba allí, me habló… —mi voz se quebró.
La enfermera me miró como si fuera una niña perdida. Cerró la carpeta y negó con la cabeza.
Retrocedí con las piernas temblorosas. ¿Qué estaba pasando? ¿Lo había imaginado? ¿O alguien borraba las huellas a propósito?
En el pasillo, algo llamó mi atención: un trozo de papel arrugado debajo de la camilla. Lo recogí con disimulo.
Era una ficha médica. Nombre ilegible, tachado con tinta negra. Pero al reverso, había un símbolo dibujado: un círculo atravesado por una línea.
Ese símbolo… lo había visto antes, en un sueño, en mis recuerdos fragmentados.
El corazón me martillaba. Guardé el papel en mi bolsillo y salí del hospital.
El aire de la calle me golpeó como un balde de agua helada. Apenas había avanzado unos metros cuando lo sentí de nuevo: esa presión en la nuca. Esa sombra.
Me giré. Allí estaba.
El encapuchado, inmóvil, como esperándome.
Quise correr, pero una voz firme me detuvo:
—Si corres otra vez, nunca vas a recordar quién eres.
Me quedé paralizada.
Él avanzó un paso. No podía ver su rostro, pero sí la tensión de sus manos, la rigidez de sus hombros.
—No estamos aquí por accidente, Nyra. Tú lo empezaste hace años.
—¿Qué… qué significa eso? —pregunté, la voz apenas un hilo.
El encapuchado se inclinó apenas hacia mí, su sombra cubriéndome.
—Tus recuerdos son la llave. Pero cada vez que niegas lo que pasó, alguien más muere.
Me quedé helada.
Quise preguntar más, exigir respuestas, pero una sirena policial interrumpió el momento. El hombre retrocedió hacia un callejón. Antes de desvanecerse entre la penumbra, dejó caer un objeto brillante al suelo.
Me agaché con las manos temblorosas. Era una llave, vieja, oxidada, con el mismo símbolo grabado: el círculo atravesado por la línea.
La apreté contra mi pecho. Y por primera vez, entendí que mis recuerdos no solo eran peligrosos… eran letales.