El aire en el sótano era pesado, cargado de polvo y silencio. Me temblaban los dedos mientras pasaba las páginas amarillentas de los expedientes. La tinta estaba corrida en algunos, pero el nombre era inconfundible: Nyra Kaelen.
Tragué saliva.
—Esto… esto soy yo.
Adriel se agachó a mi lado, la linterna en su mano proyectaba sombras largas sobre las paredes.
—¿Estás segura?
Le lancé una mirada incrédula.
—Mira —le mostré la primera página—. Fecha de nacimiento, dirección antigua, incluso el colegio donde estudié. Pero aquí… —señalé un registro médico—. Dice que estuve internada en 2017. Yo nunca… yo nunca estuve en un hospital ese año.
Mis palabras resonaron como mentiras que trataba de creerme. Pero las pruebas estaban ahí, impresas, selladas.
—Tal vez lo borraron —murmuró Adriel, pasando los dedos sobre el papel—. Tus recuerdos no desaparecieron solos. Alguien los arrancó de ti.
Sentí que el aire me faltaba.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
Adriel no respondió de inmediato. Cerró el expediente con calma y me miró directo a los ojos.
—Porque también lo hicieron conmigo.
El sótano quedó en silencio. Mi respiración se mezclaba con la suya, los dos agitados, pero por razones distintas.
—¿Qué… qué te borraron? —pregunté con voz baja.
Él se recostó contra la pared húmeda, la linterna iluminando su perfil. Parecía más cansado de lo que mostraba normalmente.
—No lo sé. Solo… sé que falta algo. A veces me despierto en medio de la noche con un nombre en la cabeza. O un lugar que no reconozco. Y cada vez que intento buscar respuestas, me topo con los mismos hombres que acabas de ver.
Lo miré en silencio. Había sinceridad en su voz, o al menos lo parecía. Por primera vez, no me sentí una loca aislada: no era solo yo, no era solo mi mente. Había alguien más como yo.
Volví al expediente. Fotos en blanco y negro de una niña que apenas reconocía como yo, cables conectados a su cabeza, ojos cerrados. El estómago se me revolvió.
—¿Qué… qué me hicieron? —susurré.
Adriel me tomó el brazo con suavidad, como si quisiera anclarme a la realidad.
—No estás sola en esto, Nyra. Vamos a descubrirlo juntos.
El contacto me sorprendió, pero no lo rechacé. Sentí un calor extraño en medio de la humedad helada del sótano. No era romanticismo, no todavía. Era algo más simple, más necesario: alguien sosteniéndome cuando estaba a punto de caer.
—Mira esto —continué, arrancando otra hoja del expediente—. Hay un nombre repetido varias veces en los márgenes, como si alguien lo hubiera anotado a escondidas: Elara.
Adriel frunció el ceño.
—¿Quién es? ¿La recuerdas?
Sacudí la cabeza. El nombre me sonaba familiar, pero era como una palabra que escuchas en un sueño y olvidas al despertar.
—No sé… pero siento que debería.
Pasé otra hoja y mi corazón casi se detuvo. Dos fotos en blanco y negro, pegadas una al lado de la otra. En ambas aparecía una niña de ojos oscuros, expresión seria. En la primera, mi nombre estaba escrito debajo: Nyra Kaelen. En la segunda, el nombre era distinto: Elara Kaelen.
El aliento se me congeló en los labios.
—Es… igual a mí —murmuré, temblando—.
Adriel me observó en silencio, como si también intentara asimilarlo.
—No es igual —dijo al fin—. Es tu reflejo.
La palabra me golpeó como un disparo. Melliza. Nunca lo había sabido. Nunca me lo habían dicho. ¿Cómo podía alguien arrancar a una hermana de tu memoria como si jamás hubiera existido?
Las piernas me fallaron y me dejé caer sobre una caja. La linterna temblaba en mi mano.
—¿Por qué… por qué me borraron a ella?
Adriel se inclinó hacia mí, su voz grave.
—Porque a veces lo que más duele recordar… es lo que más peligro representa.
Guardé la foto de Elara con las manos temblorosas. No sabía si llorar o gritar. Lo único que sabía era que esa niña, esa melliza olvidada, estaba viva en alguna parte. Y alguien había hecho todo lo posible por mantenernos separadas.