Susurros del Pasado

Capítulo 8 – El precio de recordar

La biblioteca olía a humedad y a papel viejo. A esa hora estaba casi vacía, apenas un guardia soñoliento y una estudiante perdida entre los estantes. Las luces parpadeaban, como si el lugar se resistiera a revelar lo que escondía.

Adriel avanzaba con paso firme, guiándome hasta el archivo restringido. Había conseguido una llave falsa —no quise preguntar cómo— y en minutos ya teníamos frente a nosotros una nueva carpeta polvorienta.

En la portada, un sello rojo: PROYECTO GEMINIS.

Se me heló la sangre.
Abrí las páginas con cuidado y allí estaba: más informes médicos, más fotografías… pero esta vez, no solo de mí. Había dos nombres en cada documento, escritos siempre juntos: Nyra Kaelen y Elara Kaelen.

La tinta parecía quemar mis ojos.
—Mellizas —susurré, apenas audible—. Siempre estuvimos juntas… y yo no lo recuerdo.

Un ruido detrás nos obligó a callar. Pasos pesados, el eco metálico de botas contra el suelo. Adriel apagó la linterna y me empujó contra una estantería.
—Shhh —murmuró cerca de mi oído—. No te muevas.

El corazón me latía con fuerza. Desde la penumbra, vi pasar a dos hombres vestidos de civil, pero con esa misma mirada fría que ya había aprendido a reconocer. Buscaban algo… o alguien. Nos buscaban a nosotros.

Uno de ellos habló en voz baja:
—La llave y los expedientes. La orden es clara: si los encuentran, no deben salir vivos.

Mi respiración se cortó. La carpeta del Proyecto Geminis seguía en mis manos. Si la encontraban…

Adriel me hizo una seña y nos escabullimos entre los estantes. Intentábamos avanzar en silencio, pero el suelo crujía bajo cada paso. El guardia, al fondo, ya no estaba. ¿Lo habrían silenciado?

Un recuerdo extraño me atravesó como un relámpago: una voz infantil, idéntica a la mía, susurrándome “corre, Nyra, corre”. Cerré los ojos un segundo y lo sentí: no era mi imaginación. Era ella. Elara.

—¡Allí! —gritó uno de los hombres.

El golpe seco de un arma contra un estante me devolvió a la realidad. Papeles volaron como nieve amarillenta. Adriel me tomó de la mano y echamos a correr.

Los disparos retumbaron en el silencio. El vidrio de una ventana estalló en mil pedazos a nuestro lado. Me agaché instintivamente, jadeando, mientras Adriel me cubría.
—¡La salida de emergencia! —gritó él.

Corrimos hacia la puerta metálica al final del pasillo. Estaba cerrada con candado, pero Adriel sacó de su chaqueta una ganzúa improvisada.
—Necesito diez segundos —dijo entre dientes.

—¡No los tenemos! —respondí, mirando hacia atrás. Los hombres se acercaban rápido, armas en mano.

Un recuerdo fugaz volvió a golpearme: dos niñas escondidas bajo una cama, respirando agitadas, mientras alguien golpeaba la puerta. Una de ellas —yo— temblaba. La otra, idéntica, me apretaba la mano y decía: “yo te protejo”.

El candado cayó al suelo con un chasquido metálico. Adriel abrió la puerta de un empujón y me arrastró hacia la calle helada. El aire nocturno nos recibió como una bofetada.

No paramos de correr hasta que estuvimos a varias cuadras. Mis piernas dolían, mi pecho ardía, pero seguía apretando la carpeta contra mí como si fuera un tesoro.

Nos refugiamos en un callejón oscuro. Adriel apoyó la espalda contra la pared, respirando agitado.
—Estuviste bien —dijo entre jadeos.

—No fui yo —contesté, aún temblando—. Fue… ella.

Él me miró sin entender.
—¿Quién?

Tragué saliva. No tenía dudas.
Elara. La sentí… como si me hubiera guiado.

Adriel guardó silencio, su expresión endureciéndose. Finalmente, habló:
—Entonces significa que no está muerta.

Mis manos apretaron con fuerza la carpeta. Por primera vez, la idea no me pareció un consuelo… sino una amenaza.




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