El aire de la noche tenía un peso extraño, casi eléctrico, como si el silencio estuviera a punto de romperse. Adriel me llevó a un departamento abandonado, con las paredes cubiertas de grietas y un colchón viejo en el suelo. No había lujos ni seguridad real, pero allí, al menos, nadie nos observaba.
Me dejé caer en el colchón, abrazando la carpeta del Proyecto Géminis como si fuera un amuleto. Sabía que lo que contenía no era solo información… era parte de mí.
Adriel se quedó en la ventana rota, observando la calle. La penumbra lo envolvía, pero aun así se notaba la tensión en sus hombros. No parecía un guardián improvisado, sino alguien acostumbrado a caminar entre sombras.
—Deberías dormir un poco —murmuró sin mirarme.
—No puedo. Cada vez que cierro los ojos… aparecen ellas.
—¿Ellas?
Tragué saliva.
—Dos niñas. Idénticas. Ríen y corren de la mano. Pero una siempre se desvanece, como polvo en el viento.
Adriel me miró entonces, y en sus ojos brilló un destello que no supe descifrar: ¿pena, reconocimiento… o miedo?
—Elara.
El nombre cayó como un trueno en mi pecho. Asentí lentamente, sintiendo el eco vibrar en mi piel.
—Es como si no fueran recuerdos, Adriel. Es más fuerte. Como si… ella siguiera aquí, dentro de mí.
Él dio un paso hacia mí, y de pronto algo invisible me recorrió: un estremecimiento que no venía del frío, sino de él. Como si mi corazón hubiera saltado al ritmo del suyo.
Adriel lo notó también. Su respiración se volvió más honda, y durante unos segundos, el mundo entero quedó suspendido.
—Tu vínculo con ella no es normal, Nyra. Géminis… no era un simple experimento. Tú y tu hermana fueron unidas de una forma más profunda. Casi… mágica.
La palabra me golpeó. Mágica. Una explicación imposible y, sin embargo, la única que hacía sentido.
Iba a responder cuando un ruido metálico retumbó afuera. Ambos nos tensamos. Adriel sacó un cuchillo oculto en su bota y avanzó hacia la puerta, cada movimiento silencioso como el de un depredador. Yo contuve el aire, y entonces ocurrió.
Sentí su miedo. Como si fuera mío. Un destello rápido en mi pecho, una punzada en el estómago que no me pertenecía.
—Adriel… —susurré.
Él se giró. Nuestros ojos se encontraron y comprendimos: no era imaginación. Había un lazo invisible entre nosotros, un hilo que transmitía emociones como si fueran compartidas.
Los pasos afuera se alejaron y el silencio volvió. Adriel guardó el cuchillo, pero su rostro estaba tenso.
—Esto no debería estar pasando —dijo en voz baja, casi para sí mismo.
—¿Qué somos tú y yo? —pregunté, con la garganta seca.
Él me sostuvo la mirada. Por primera vez no hubo máscaras en su expresión, solo vulnerabilidad.
—Un vínculo como este no ocurre por accidente. Significa que alguien nos unió a propósito. Quizás… desde el inicio.
Quise replicar, pero entonces un recuerdo me atravesó como fuego. Ya no era solo una visión. Era real. Estaba en un pasillo blanco, frío. Elara a mi lado, tan viva como yo. Me tomó de la mano y me susurró: “Confía en el lazo, pero no en él.”
Desperté con un grito ahogado. Adriel estaba frente a mí, con las manos en mis hombros, preocupado.
—¿Qué viste? —preguntó.
Temblé. No podía decirlo. No todavía.
—Solo… un eco de ella.
No insistió. Me ayudó a levantarme, su mano cálida envolviendo la mía, y aunque todo mi cuerpo me gritaba que debía desconfiar, la conexión entre nosotros ardía como una llama imposible de apagar.
Y en lo profundo de mi pecho, la advertencia de Elara seguía latiendo.