El núcleo del Archivo temblaba.
Cada rayo de luz giraba a mi alrededor como si el mundo estuviera siendo reescrito en tiempo real.
Adriel extendió su mano.
Elara, flotando detrás de él, asintió con los ojos cerrados.
—Cuando lo hagas, recuerda quién eres —susurró ella—. No una creación. Una elección.
Toqué la mano de Adriel.
El vínculo entre nosotros ardió como fuego blanco.
El mundo entero se llenó de su voz, de su energía, de todo lo que éramos.
“Te amo.”
Y entonces, la luz nos consumió.
El núcleo explotó, pero no en destrucción, sino en renacimiento.
Los fragmentos del Archivo se elevaron hacia el cielo, formando nuevas constelaciones.
Los recuerdos dejaron de ser cadenas y se convirtieron en estrellas.
Cuando abrí los ojos, estaba de pie sobre un campo dorado.
El cielo era azul, verdadero, no un reflejo.
Ya no sentía el poder dentro de mí. Solo paz.
A mi lado, una sombra de luz se desvanecía lentamente.
—Adriel…
Su voz llegó a mí como un suspiro.
—No es un adiós, Nyra. Solo un cambio de forma.
—¿Dónde estarás?
—En cada memoria libre. En cada elección que rompa el ciclo.
Su energía se disipó como polvo brillante.
Elara apareció unos pasos más allá, ya no hecha de luz, sino de carne y alma.
Viva.
—Lo logró —dijo, mirando el cielo—. Lo reescribió todo.
Tomé su mano.
Por primera vez, el mundo era nuestro, no de ellos.
Cerré los ojos.
Y sentí el eco de una voz lejana, entre el viento.
“Los susurros del pasado solo guían a los que se atreven a escuchar.”
Y comprendí.
El pasado no había muerto.
Solo había aprendido a respirar en libertad.