Rubí
(Esmeralda)
Nos encontrábamos nuevamente en Rumanía. Apenas bajé del avión, pude sentir cómo el frío calaba en mis huesos. A pesar de que estaba cubierta con las mejores telas para batallar el frío, no había nada que eliminara el frío en mi corazón.
Aún no puedo evitar pensar en la conversación que tuve con Leo hace varios días, donde él trató de abrirme su corazón y yo se lo impedí. ¿Por qué lo haría? Ambos sabíamos que lo de nosotros es imposible. Él aún siente algo por Lillith, aunque trate de negarlo.
—Vamos, el coche nos está esperando —avisó Leo, a lo que simplemente asentí y caminé hacia la puerta.
El silencio entre nosotros flotaba como niebla espesa. El camino hacia la casa se hizo largo y doloroso. Me siento tan mal de que nuestro viaje no haya sido como nos lo habíamos imaginado.
Leo siempre se encargó de hacerme sentir bien, y todo se arruinó por mis miedos.
Lo quiero, de algún modo lo quiero… de aquella manera en que sientes cómo el corazón comienza a doler sin razón, pero no entiendo por qué, en lo más profundo de mi pecho, siento un dolor inexplicable que me grita que aquello no está bien. No es justo para ninguno de los dos.
Leo tomó mi mano y comenzó a acariciarla suavemente, como si quisiera tranquilizarse.
—Leo… —susurré.
Él, Leonardo, bajó la mirada. Estaba lista para abrirme y entregarme a él, pero cuando subió su mirada supe que no era el mejor momento. Sin decir nada, Leo asintió con amargura. Su sonrisa forzada no engañó a ninguno de los dos. Algo sucedía.
—Perdóname, Rubí.
—¿De qué hablas, Leo?
—Por favor, perdóname, Rubí.
—¿De qué hablas, Leo?
No respondió. Solo me sostuvo la mirada por un instante antes de desviar los ojos hacia la entrada de la casa.
Lo seguí en silencio, aunque cada paso se sentía como una caída lenta al vacío.
Y lo que vi me hizo entender que yo tenía razón.
Ahí estaba ella, con todos los empleados de Leo detrás de ella como dueña y señora. Radiante. Feliz. Su sonrisa era perfecta. Fría. Vacía. Como la de una niña malcriada que acababa de recibir el juguete que quería… solo para romperlo después.
Esto no puede estar sucediéndome.
Y entonces la vi.
Ahí estaba ella.
Sentí un nudo en el estómago. Una presión en el pecho que me impedía respirar. No sabía por qué, pero algo en mí quería gritar. Quería huir.
—¡Rubí! —exclamó Lillith al verme—. Oh, estoy tan feliz de verte de nuevo.
Se acercó como si fuéramos viejas amigas. Me abrazó, y al hacerlo, una imagen fugaz cruzó mi mente: su mano manchada de sangre con un corazón latiendo en su mano. Mi cuerpo cayendo al suelo. Su risa.
Parpadeé. La imagen se desvaneció. Pero el temblor en mis manos no.
—Eres muy bonita —susurró con un tono dulce que me revolvió el estómago—. ¿Cuánto tiempo piensas quedarte por aquí?
Leonardo intervino de inmediato, con una tensión en la mandíbula que no había visto en él antes.
—Lillith, no es el momento. Además, tú y yo tenemos que hablar —dijo, mirando duramente a Lillith, pero ella ni se inmutó.
—Oh, claro que lo es —dijo ella, acariciando su brazo con descaro—. ¿No me dijiste que las cosas entre Leo y ella eran… complicadas?
Me giré hacia él.
—¿Es eso cierto?
Pero Leonardo no respondió. Y ese silencio fue todo lo que necesité para saber que algo dentro de mí… se estaba rompiendo.
—Niña Rubí, la acompañaré hacia su habitación —dijo Abayomi, observándome con pena.
Asentí y me fui, dejándolos a los dos solos.
~*~
Cerré la puerta tras de mí y me apoyé en ella, dejándome caer en el suelo, como si al hacerlo pudiera contener todo lo que sentía por dentro.
El silencio en la habitación era ensordecedor.
Mi cabeza quiere estallar de tantos pensamientos que giran como una ruleta, confundiéndome, torturándome.
—Niña Rubí, nada es lo que parece. El señor solo trata de protegerla —dijo Abayomi detrás de la puerta.
No lo quiero escuchar. No ahora, cuando siento que lo he perdido.
Me llevé las manos al rostro.
—Tengo que parar. Ellos se aman —me dije a mí misma, como si esas palabras pudieran calmar el torbellino que había en mi mente.
Quiero confiar en Leonardo. Quiero creer que todo esto tiene una explicación lógica, que ese silencio no fue cobardía, que tal vez me protegía.
Pero entonces, ¿por qué duele tanto?
¿Por qué su silencio se sintió como una traición?
Caminé hasta el espejo. Mis ojos estaban enrojecidos. Mis labios temblaban.
Y por un segundo, solo por un segundo, la imagen reflejada no fue mía.
Una versión de mí misma —más pálida, más rota— me observó con una sonrisa torcida.
Parpadeé. La imagen volvió a la normalidad.
Estoy perdiendo la cabeza.
O tal vez... ya la perdí hace tiempo.
Me abracé a mí misma.
La habitación se sentía como una prisión. Cada pared gritaba que no pertenecía aquí.
Que no pertenezco a ninguna parte.
Quiero huir. Pero no sabía hacia dónde.
No tengo recuerdos. No tengo respuestas. Solo tengo esta angustia constante que no me deja respirar.
Y aún así, en medio de todo, lo peor de todo...
Es que una parte de mí sigue queriendo quedarse aquí con él, porque sé que ambos nos pertenecemos.
Leonardo
—¿Estás feliz ahora? —espetó al cerrar la puerta detrás de Lillith—. Ahora mismo quisiera matarte con mis propias manos y todo se resolvería, pero te conozco. Sé que tendrás pruebas para incriminarme—. ¿Era necesario?
Lillith se encogió de hombros, caminando con calma hacia la ventana del pasillo. Se detuvo, contemplando la tarde como si nada hubiera pasado.
—No hice nada que tú no me enseñaras, Leo. Siempre jugamos con la verdad, ¿recuerdas? Solo que esta vez... la jugada te dolió.