Leonardo
No sé en qué momento de mi vida llegué hasta este punto. No puedo entender cómo permití que esta situación llegara tan lejos. ¿Cómo fue que no lo vi venir? Conozco a Lillith desde hace siglos, la conozco como a mí mismo. Sé cómo actúa, cómo piensa, y sé que esto es simplemente un puto capricho. Siempre fue así, incluso antes de convertirse en una mortal. Desde que éramos humanos, siempre trató de dominarme, porque creía que me amaba. Pero jamás me doblegué a ella; todo lo contrario, jugué con ella, le quité su virtud, la alejé de su familia, doblegándola ante mí, y la enseñé a ser como yo.
Una persona sin sentimientos y sin escrupulos.
Pero todo cambió cuando fui contaminado con la peste, y cuando estuve a punto de morir, fui convertido en vampiro a manos de una sirvienta fiel que le servía a mi familia. Ella nos convirtió en unos saginarios, ansiosos de riqueza y poder. Cuando pude dominar mi poder, no dudé en buscarla para convertirla. Necesitaba a una persona que estuviera dispuesta a ser sometida, y Lillith era la persona indicada. Cuando ella entendió que lo de nosotros era tóxico y dañino, intentó alejarse de mí. Recuerdo cómo la hice correr por todo el mundo tratando de escapar de mí. Pero jamás la dejé tranquila. Masacré a sus amores, a sus amigos, acabé con todo lo que le importaba. Solo por puro placer. Amaba hacerle daño y que ella volviera a mí.
Le hice tanto daño a Lillith… y ahora ella encontró la oportunidad de hacerme pagar.
Escuché cómo Abayomi tocaba la puerta. Podía escuchar sus pensamientos desde kilómetros. Está preocupado por Rubí.
—Adelante—ordené.
—Joven, discúlpeme por entrometerme —dijo con las manos en la espalda, evitando mirarme. Conoce mi carácter, pero no le importa, porque tuvo la osadía de venir a cuestionarme algo de lo que llevo rato torturándome—. Estoy preocupado por la niña Rubí. Lleva dos días sin comer nada, solo se la pasa pintando.
Me quedé en silencio. La culpa se enroscó en mi pecho como una serpiente venenosa, envenenado mi mente lentamente.
Pintando… claro. Rubí siempre había sido expresiva, incluso en medio del caos. Y ahora, ese silencio suyo me dolía más que mil gritos.
—¿Qué está pintando? —pregunté, aunque no estaba seguro de querer saber la respuesta.
Abayomi titubeó, bajó la mirada por un segundo
—Rostros. —Su voz era baja, casi un susurro—. Los pinta una y otra vez. A veces deformes. A veces los quema después. Pero hay uno… uno que repite con más frecuencia.
—¿Cuál? — respondí en tartamudeo.
—El suyo, joven.
Tragué saliva. Me acerqué a la ventana, con las manos en los bolsillos, mirando al vacío. El aire se sentía más denso, como si el castillo entero estuviera apretándome el alma.
—¿Ella ha dicho algo? —pregunté, sin girarme.
—No. Pero sus ojos… sus ojos están vacíos. Como si estuviera aquí, pero no. Como si parte de ella… se hubiera quedado atrapada en otro tiempo, o en otro cuerpo.
—Y probablemente así sea —murmuré.
—Si me permite hablar con libertad —añadió con firmeza Abayomi, como si ya no pudiera seguir callando—: Si la va a destruir, déjela ir. Esta casa ha visto demasiadas sombras. No convierta a esa niña en otra de ellas.
Me volví a mirarlo. Sus ojos, aunque llenos de respeto, ardían con una determinación que me sorprendió. Siempre tan silencioso, tan fiel… y ahora se atrevía a enfrentarme.
—No quiero hacerle daño —dije en voz baja, con una honestidad que me arañó por dentro—. No era el plan. Nada de esto lo era.
—Entonces actúe. Porque si no lo hace usted, lo hará ella. Y no sé si Rubí sobrevivirá a sí misma esta vez.
Abayomi se marchó, dejándome solo con mis pensamientos y con ese eco en mi mente: "Si la va a destruir, déjela ir."
No podía dejarla. Y sin embargo, tampoco podía protegerla del todo. No mientras Lillith siguiera aquí. No mientras mis errores antiguos siguieran reclamando su pago con sangre.
Volví a mirar por la ventana, con los dientes apretados.
Solo me quedan dos días para la boda.
Tenía que decidir. Y rápido.
Rubí
(Esmeralda)
El pincel se deslizaba suavemente sobre el lienzo como si tuviera vida propia. Con coordinación, enfocado en trazar mis sentimientos. Mis manos firmes, me causaban dolor esquizitos que no tienen permitido a parar. Aquel dolor era como una droga que apasiguaba el dolor que abergaba en mi corazón. Ya ni siquiera pensaba en lo que hacía, solo dejaba que saliera. Color tras color. Trazo tras trazo. Una figura tras otra. Caras. Ojos. Labios que gritaban silencios. Y entre todos, uno. Siempre uno.
Su rostro.
Leonardo.
Lo pintaba una y otra vez. A veces con el ceño fruncido. A veces con esa sonrisa rota que ya no me mostraba. Pero lo peor era cuando, sin darme cuenta, lo dibujaba llorando. Con la mirada vacía. Con los ojos bañados en sangre. Entonces me detenía. Lo quemaba. Y comenzaba de nuevo.
Dos días faltan para la boda.