Susurros en la Oscuridad

Capítulo 1: El Umbral

La casa antigua en la Colonia El Retiro, Guadalajara, Jalisco, a un suspiro del Panteón de Belén, era un secreto susurrado por los vivos y un altar para los muertos. Los vecinos la llamaban maldita, un lugar donde las sombras se deslizaban por los muros y las farolas titilaban con voluntad propia. Los muertos, en murmullos que congelaban el alma, la nombraban refugio. Para Idalia, de 29 años, era su herencia: la casa de su abuela, una mujer que, según las leyendas tapatías, hablaba con los espíritus del panteón. Harta de la Ciudad de México, Idalia buscaba paz entre los muros cuarteados, cuyas grietas parecían susurrar nombres olvidados. Encontró un latido que no era suyo, un eco que reverberaba desde el cementerio cercano, donde las tumbas del Panteón de Belén guardaban más que huesos.

La primera noche, mientras deshacía maletas bajo la luz parpadeante de un candelabro, un jarrón se estrelló contra el suelo de mosaico en la sala. No lo había rozado. Los fragmentos brillaban como huesos astillados, y una voz, suave pero cortante como una guillotina, rasgó el silencio: "Cuidado, querida, ese era de mi madre". Idalia giró, el pulso atronándole el pecho. Nadie. Solo el crujido de las vigas y un olor a lavanda rancia que le quemaba la garganta, mezclado con el aroma húmedo de la tierra que parecía filtrarse desde el panteón. Los muebles, tallados con calaveras y enredaderas que parecían retorcerse bajo la luz, la observaban. Afuera, la campana del Panteón de Belén tañía, un lamento que vibraba en los huesos, como si el cementerio mismo llamara a sus hijos. Idalia sintió un escalofrío, no solo por el frío, sino por la certeza de que algo, o alguien, la había seguido desde el umbral.

Al amanecer, el espejo del pasillo, empañado por un frío imposible, mostró una figura. Doña Elena, translúcida, con un vestido de los años 40 que colgaba como niebla, la miraba con ojos vacíos que parecían reflejar un amor perdido. "No temas", dijo, su voz un eco que se clavaba en la piel, cargada de una tristeza que pesaba siglos. "Soy de las Arquerías, atrapada aquí por amor. Esta casa es un puente, donde los del Panteón de Belén se aferran a lo que no pueden soltar". Idalia, con el corazón en un puño, quiso correr, pero la curiosidad la ancló. Preguntó por qué Elena no se iba. La respuesta llegó con un soplo helado que apagó el candil: "El panteón no suelta a sus hijos. Y esta casa guarda lo que el cementerio reclama". Elena señaló el espejo, donde, por un instante, Idalia vio no su rostro, sino el de una mujer desconocida, con sangre en las manos. La visión se desvaneció, pero el miedo se quedó, enraizado como las tumbas del panteón.

Idalia no durmió esa noche. Se refugió en el comedor, donde un retrato de su abuela, con ojos que seguían cada movimiento, parecía juzgarla desde el marco dorado. Bajo el cuadro, una mesa de caoba estaba cubierta de polvo, pero en el centro, como si alguien lo hubiera dejado momentos antes, había un cuaderno de cuero. Las páginas, amarillentas y quebradizas, estaban llenas de la letra apretada de su abuela. Hablaban del panteón, de nombres que Idalia no reconoció, y de un ritual: "La casa debe ser alimentada. Los espíritus dan, pero también toman". Una frase, subrayada con tanta fuerza que el papel estaba rasgado, hizo que el corazón de Idalia se detuviera: "El espejo no miente. Muestra lo que la sangre oculta".

El cuaderno tembló en sus manos cuando un golpe seco resonó desde el sótano. La puerta, oculta tras un tapiz desvaído, estaba entreabierta, aunque Idalia juraba que nunca la había visto antes. El aire que subía era denso, cargado de un hedor a podredumbre y algo dulzón, como flores marchitas. Bajó los escalones de piedra, cada paso un eco que parecía despertar algo en la oscuridad. En el sótano, una lámpara de aceite parpadeaba, iluminando un altar improvisado: velas consumidas, fotos en blanco y negro de rostros desconocidos, y un cuchillo ritual con el mango tallado en forma de calavera. Sobre el altar, un espejo idéntico al del pasillo reflejaba no a Idalia, sino a la misma mujer de la visión anterior, con sangre goteando de sus manos. Pero esta vez, la mujer sonrió, y sus labios formaron una palabra que Idalia no pudo escuchar, pero que sintió como un peso en el alma: "Hija".

Un crujido detrás de ella la hizo girar. Doña Elena estaba allí, flotando apenas sobre el suelo, su rostro ahora menos triste, más hambriento. "La casa te eligió, como eligió a tu abuela", susurró. "El Panteón de Belén no solo guarda muertos. Guarda deudas. Y la tuya está por saldarse". La campana del panteón sonó de nuevo, más fuerte, como si el cementerio entero rugiera. Idalia retrocedió, pero el espejo del altar la atrapó con su reflejo. Ahora era su propio rostro el que sangraba, sus manos las que sostenían el cuchillo. La voz de Elena, ahora un coro de murmullos, llenó el sótano: "El puente debe mantenerse. La sangre lo sella".

Idalia gritó, y el sonido se perdió en el eco de las tumbas cercanas. La casa tembló, como si riera, y las grietas de los muros parecieron abrirse, listas para tragarla.




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