Las campanas de la catedral resonaban sobre los techos de Sevilla, ahogando el murmullo de las calles empedradas. Las sombras alargadas de los edificios se fundían con la neblina de la noche, que llegaba cargada de rumores y advertencias.
Carmen de Luna, la cazadora, caminaba con pasos firmes por las angostas calles del barrio de Santa Cruz, envuelta en un manto oscuro y ceñido. Aquella noche había recibido un aviso urgente que no podía ignorar.
Las criaturas de la noche, los seres que ella odiaba con cada fibra de su ser, se movían como plagas invisibles, acechando, cazando. Pero últimamente, algo había cambiado: en cada rincón de la ciudad, desde los mercados hasta las calles estrechas y oscuras, se escuchaban rumores de desapariciones. Hombres y mujeres jóvenes, niños incluso, se esfumaban sin dejar rastro, y los habitantes hablaban en susurros sobre brujas y monstruos. La Iglesia, como era de esperarse, había sellado sus labios ante tales habladurías, pero ella conocía la verdad. Los vampiros y otros seres oscuros estaban detrás de aquello.
Esa noche, la cazadora llevaba consigo no solo sus armas, sino un odio tan profundo que ya no cabía en su pecho. Todo comenzó cuando aún era una niña, una tragedia que había marcado su vida y la había convertido en lo que era: una cazadora implacable. Un vampiro, cuya mirada carmesí y sonrisa cruel se habían grabado en sus pesadillas, fue el causante de su dolor. Era el responsable de que su madre no estuviera allí para cuidar de ella, de que su padre muriera desangrado en sus brazos. El juramento de venganza que había hecho en esa noche fatídica era la llama que la impulsaba a no detenerse nunca, a no dejarse consumir por el miedo.
Ajustó el cuchillo de plata en su cinturón mientras avanzaba hacia la plaza. Sabía que la ciudad estaba al borde de un conflicto mayor: la Inquisición había intensificado sus campañas de persecución, y cada día más sospechosos caían bajo su vigilancia. Sin embargo, los inquisidores ignoraban a los verdaderos culpables de los horrores que azotaban la ciudad. Se concentraban en los pobres, en los desesperados y en los inocentes, mientras que las verdaderas criaturas de las tinieblas se escondían en la élite de Sevilla, amparadas por la sombra de sus títulos nobiliarios y fortunas.
Al llegar a la plaza, Carmen divisó a su informante, Diego El Mudo, un ladrón que de vez en cuando le pasaba datos valiosos. Diego era bajo y escurridizo, pero tenía los ojos de alguien que había visto más de lo que le gustaría admitir. Cuando ella se acercó, él inclinó la cabeza, mostrándole respeto, aunque la urgencia en sus ojos no pasó desapercibida.
—¿Qué tienes? —preguntó ella en voz baja.
El chico miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchara. Sacó una hoja de pergamino doblada de su abrigo y se la entregó con manos temblorosas. Ella lo tomó y lo desdobló, encontrando en la página una lista de nombres y lugares. Nombres de personas desaparecidas, y sitios donde habían sido vistas por última vez.
—Han sido tres en menos de una semana. Dos mujeres y un niño —susurró él, intentando no levantar sospechas—. Todos desaparecieron al caer la noche. Dicen que fueron vistas por última vez cerca del convento abandonado, allá, en la colina de San Bartolomé.
Carmen frunció el ceño. Ese convento era conocido por su reputación maldita, abandonado hacía años, cuando las monjas que lo habitaban fueron acusadas de herejía y asesinadas. Desde entonces, nadie se acercaba a esas ruinas. Sin embargo, para una criatura de la noche, un sitio maldito era el escondite perfecto.
—¿Has escuchado algo sobre… vampiros? —inquirió ella, controlando la furia en su voz.
Diego asintió lentamente, tragando saliva.
—Algunos dicen haber visto a un hombre extraño rondando por la plaza del Triunfo, pero… bueno, usted sabe cómo es la gente con sus cuentos —agregó, tratando de restarle importancia. Pero ella notó el miedo en sus ojos; él no era alguien que se impresionara con facilidad.
—¿Algún nombre? —insistió.
—Le llaman El Noble de la Sangre. Nadie sabe su verdadero nombre. Un hombre de aspecto distinguido, que viste como un caballero y siempre se mueve con la clase alta. No parece alguien común —añadió el muchacho.
Ese nombre despertó en la cazadora una oleada de rabia y temor. Conocía a ese “Noble”. Era uno de los vampiros más antiguos y poderosos de la ciudad, y si estaba implicado en las desapariciones, aquello significaba que la situación era mucho peor de lo que imaginaba.
—Si me entero de algo más, se lo haré saber —murmuró Diego antes de desaparecer entre las sombras, dejando a la chica sola en la penumbra.
Guardó la hoja de pergamino en su cinturón y comenzó a caminar hacia el convento. No podía esperar. Los recuerdos de su pasado volvían a su mente con cada paso, recordándole por qué hacía esto. Recordando la promesa que hizo a sus padres de acabar con todos aquellos monstruos.
Mientras avanzaba por las calles desiertas, la joven observaba con detenimiento cada esquina, cada ventana cerrada y cada sombra. Sevilla estaba en calma, pero sabía que debajo de esa tranquilidad se ocultaba un mundo de secretos y amenazas. Al salir de la ciudad, el aire se hizo más frío, y la luna llena iluminaba el sendero hacia el convento.
Cuando llegó a las ruinas, el silencio era abrumador. El convento se alzaba, imponente y siniestro, entre los árboles retorcidos. Las paredes, cubiertas de musgo y oscuridad, parecían susurrar los pecados que allí se habían cometido. Carmen extrajo el cuchillo de plata y se preparó para lo peor.
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Editado: 27.12.2024