Susurros en la penumbra

Capítulo 2

Carmen de Luna recorría los callejones de Sevilla, guiada solo por su instinto y las sombras que la envolvían. El aire de la noche estaba denso, pesado, como si ocultara secretos que luchaban por salir a la luz. Aún sentía la adrenalina del enfrentamiento anterior en el convento, pero esta vez iba más preparada. Su misión era clara: descubrir los planes de ese vampiro aristócrata, ese “Noble de la Sangre”, y poner fin a su reino de terror.

Desde el incidente en las ruinas, había escuchado rumores de reuniones secretas en la vieja mansión de los condes de la Torre, una imponente construcción que ahora permanecía vacía, aparentemente abandonada. Los nobles habían desaparecido de repente hacía unos años, y la mansión se había convertido en un lugar de historias prohibidas. Nadie se atrevía a acercarse de noche, y era allí donde ella sospechaba que el vampiro se escondía.

Apenas llegó al muro de piedra que rodeaba la mansión, la chica se deslizó en silencio. Había aprendido a moverse como un fantasma, a esquivar las sombras y utilizarlas como aliadas. Cruzó el jardín descuidado, cuyas flores marchitas y árboles torcidos se retorcían en la penumbra, como si ellos mismos estuvieran malditos. Sin hacer ruido, llegó hasta una de las ventanas de la planta baja y, tras asegurarse de que no había guardias ni alarmas, se deslizó al interior.

La estancia estaba en penumbra, solo iluminada por las velas que oscilaban débilmente en las esquinas, proyectando sombras distorsionadas. Era un salón amplio, con tapices desgarrados y muebles cubiertos de polvo. Carmen avanzó, sosteniendo su cuchillo con firmeza. Un paso en falso, un ruido más alto de lo necesario, y sabría que su presa estaría lista para atacarla.

Entonces, escuchó una voz detrás de ella.

—¿Acaso te ha traído la curiosidad o la osadía?

El sonido era suave, pero cada palabra tenía el filo de una amenaza velada. La joven se giró, y allí estaba él, el Noble de la Sangre, observándola desde la penumbra con una media sonrisa. Su presencia llenaba la habitación de un aura tan densa y oscura que parecía absorber la luz de las velas. Vestido con ropas elegantes, cada detalle en su figura desprendía una elegancia calculada y cruel. Su cabello oscuro caía en ondas suaves sobre sus hombros, y en sus ojos rojos brillaba una mezcla de desprecio y burla.

—La osadía sería la tuya, al seguir con vida en esta ciudad —respondió ella, sin bajar el cuchillo.

Él soltó una breve carcajada, y la muchacha sintió un estremecimiento involuntario. Su risa era suave, elegante, casi hipnótica, y bajo esa capa de sarcasmo percibió un peligro real.

—¿Con vida? Mi querida cazadora, ¿acaso aún no comprendes que la muerte es solo un recuerdo para mí? —dijo él, avanzando lentamente hacia ella. Su paso era tan seguro como el de un depredador que ya tiene a su presa entre las garras.

Ella levantó el cuchillo, amenazante, y dijo:

—No te acerques. Podrás ser eterno, pero esta noche tu vida puede terminar. Te lo aseguro.

Los ojos de él brillaron con diversión. La tensión entre ellos era palpable, un juego de poder en el que ninguno quería retroceder. Pero ella notó que, a pesar de sus palabras y su actitud despreocupada, él mantenía una distancia prudente. Ambos eran conscientes de que, aunque eran enemigos naturales, también representaban un desafío fascinante el uno para el otro.

—Eres valiente, Carmen. No muchas personas pronuncian amenazas frente a mí y siguen respirando —susurró, inclinando apenas la cabeza en un gesto de reconocimiento.

Ella alzó la barbilla, sin dejarse intimidar. Aunque su corazón latía con fuerza, su odio mantenía su pulso firme.

—No soy como las demás. No me doblegaré ante un monstruo como tú —contestó mientras le sostenía la mirada con fiereza.

El vampiro esbozó una sonrisa, pero en sus ojos se encendió un brillo oscuro. Dio un paso más hacia ella para acercarse lentamente, como si intentara leer los secretos que ocultaba tras esa máscara de odio.

—Dime, cazadora, ¿qué es lo que alimenta tanto odio en ti? ¿Qué te ha convertido en mi sombra, persiguiéndome a través de esta ciudad? —preguntó en un tono que casi sonaba amable, pero sus ojos no perdían su malicia.

—No tienes derecho a saber nada de mí —replicó, controlando la rabia en su voz.

Él inclinó ligeramente la cabeza, analizando cada expresión de su rostro, y durante un momento ella sintió que su odio cedía, como si estuviera a punto de desmoronarse frente a la intensidad de esa mirada. Mas recuperó el control de inmediato. Aquello era una trampa, un intento de manipularla. No se permitiría caer en su juego.

—El odio es como un veneno en la sangre, ¿sabes? —murmuró él, en un tono casi íntimo—. Con el tiempo, consume hasta el último rastro de luz en el alma. Y lo peor es que, en algún punto, el odio y el deseo comienzan a confundirse.

Carmen sintió una oleada de ira al escuchar sus palabras, como si el vampiro hubiera tocado algo profundo y oscuro en su interior. Lo que él no sabía es que ese odio la mantenía viva, la sostenía cada vez que recordaba la noche en que perdió a su familia.

—¿Deseo? —repitió ella, dejando escapar una risa amarga—. Eres la peor escoria que ha pisado esta tierra. No hay nada en ti que despierte algo más que asco.




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