Susurros en la penumbra

Capítulo 9

La luna apenas comenzaba a alzarse cuando Carmen y el vampiro escucharon los primeros gritos desde el refugio oculto de las brujas. Las llamas iluminaban la escena en una danza siniestra, reflejando el horror en los rostros de quienes intentaban huir. La Inquisición había encontrado el escondite, y el ataque había sido brutal e implacable desde el primer instante.

Ambos se encontraban ocultos entre las sombras, observando con atención. Él, de pie a su lado, mantenía un rostro frío e impenetrable, mientras ella no lograba reprimir el estremecimiento que la recorría al ver la crueldad desatada frente a ellos.

—Nos están esperando, cazadora —murmuró él, con su voz apenas en un susurro.

Ella asintió al sentir el latido acelerado en su pecho. Su odio hacia los inquisidores la envolvía, un odio tan profundo y arraigado como el que sentía por las criaturas de la noche. Recordaba vívidamente la noche en que la Inquisición llegó a su hogar, destruyendo todo y a todos. Ese recuerdo alimentaba su deseo de proteger a los inocentes, a los perseguidos. Hoy, sin embargo, no era solo una vengadora. Era también una protectora, y aunque el peso de sus decisiones la agobiaba, no estaba dispuesta a retroceder.

—Entraremos por la entrada lateral —dijo, en tono firme—. Ayudaremos a las brujas que podamos y nos marchamos antes de que la Inquisición nos rodee.

El vampiro la miró con una ceja arqueada y una chispa de diversión en sus ojos.

—Veo que has dejado a un lado la cautela. Casi podría decir que te estás acostumbrando a estas misiones suicidas.

—No te equivoques, vampiro —respondió ella al fulminarlo con la mirada—. No es por ti ni por ellas; es por lo que le hicieron a mi familia.

El vampiro asintió, y sin más palabras, ambos se deslizaron en las sombras, rodeando el refugio para entrar sin ser vistos. Las puertas laterales estaban entreabiertas, probablemente porque algunos ya habían intentado huir. Carmen y él entraron en silencio, avanzando por pasillos oscuros donde las paredes crujían bajo el peso de los gritos y las pisadas apresuradas. La chica podía sentir la desesperación en el aire, cada rincón impregnado de miedo y dolor.

Mientras avanzaban, los recuerdos de su infancia invadían su mente. Aquella noche en la que su propia familia había sido perseguida por acusaciones de brujería, el terror en los ojos de su madre, el silencio que precedió a la tragedia. Se esforzaba por alejar esos pensamientos, pero la presencia de los inquisidores a tan solo unos metros hacía que el pasado se fundiera con el presente, y cada paso se volvía más difícil.

Al girar en un recodo del pasillo, la joven divisó una figura pequeña acurrucada en una esquina. Era una niña, de no más de seis o siete años, con el rostro manchado de lágrimas y las manos temblorosas aferradas a un amuleto de madera.

—¡Corre! —le susurró la cazadora al llegar junto a ella, agachándose para mirarla a los ojos—. Te sacaré de aquí. Pero debes seguirme sin hacer ruido.

La niña la miró con sus ojos grandes y asustados, y asintió con una obediencia desesperada. Sin soltar su amuleto, se levantó y se pegó a la chica, que la tomó de la mano para guiarla con cuidado. La cazadora sintió un peso en su corazón, recordando cómo su propia hermana menor no tuvo la oportunidad de escapar aquella noche.

El vampiro los observaba desde una distancia prudente, con su expresión inescrutable. Cuando la joven le hizo una señal para seguir avanzando, él asintió, y juntos avanzaron por los pasillos mientras el caos se desataba a su alrededor. En un momento, él se adelantó para abrir el camino, eliminando a dos inquisidores con movimientos rápidos y precisos.

Sin embargo, en un punto, el grupo de inquisidores se hizo más denso. Carmen vio cómo los soldados se movían en oleadas, cubriendo las salidas y atacando a cualquier criatura que encontraran. Estaban atrapados en un laberinto de gritos y peligro, y ella sabía que la situación era cada vez más crítica.

En el momento en que uno de los soldados inquisidores se acercó, la cazadora reaccionó con velocidad. Lanzó una daga que le cortó el paso, pero el hombre se recuperó rápidamente. En ese instante, la niña soltó un pequeño grito, y el sonido atrajo la atención de otro soldado, que se abalanzó hacia ellas. La chica sintió cómo se le aceleraba el pulso, y con una mezcla de furia y desesperación, empujó a la niña detrás de ella mientras enfrentaba al soldado.

El vampiro intervino entonces, lanzándose sobre el soldado y hundiendo sus colmillos en su cuello. El hombre cayó al suelo, inmóvil, y Carmen sintió una extraña mezcla de alivio y repulsión al ver al vampiro limpiarse la boca con la manga.

—¿Lista para continuar? —preguntó él, con una leve sonrisa de satisfacción en los labios.

Ella no respondió, enfocada en la niña que aún temblaba de miedo. Se arrodilló junto a ella y con su voz suave y tranquilizadora le dijo:

—Escúchame, pequeña. Ya casi estamos afuera. Solo un poco más, ¿de acuerdo?

La niña asintió, y ella le tomó la mano, mirándola con una ternura que ella misma no recordaba haber sentido en años. Sintió una oleada de determinación y, al mismo tiempo, una renovada furia hacia la Inquisición. Esa niña, como tantas otras, estaba siendo perseguida por el simple hecho de existir.

Cuando finalmente lograron alcanzar una salida oculta en la parte trasera del refugio, la chica exhaló con alivio. Sin embargo, la niña se detuvo antes de cruzar.




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