Una hermosa mujer de largo cabello castaño, grandes ojos oscuros, piel pálida, que portaba un vestido floreado con elegancia y unos tenis blancos, bajó del barco arrastrando un enorme baúl de cuero desgastado. Caminó con seguridad —e ímpetu— hacia la primera cafetería que sus ojos localizaron, tomó asiento en una de las mesas del exterior, sacó su cajetilla de cigarros y encendió uno.
Los ojos le ardían, había estado llorando gran parte del camino en el camerino, y se le habían hinchado, así que se untó una mezcla de manzanilla con miel en los párpados para bajar la irritación, pero eso tenía un efecto secundario: resequedad.
Aspiró el tabaco por la boca, llenando sus pulmones de la muerte en humo, y cerrando los ojos exhaló, sintiendo el calor del sol sobre su piel, intentando no recordar aquel día fatídico en que…
—¿Viola? —una voz masculina y algo agresiva le habló, llegando detrás de ella—. ¿Cuándo empezaste a fumar? No deberías hacerlo, es… —el hombre le arrancó el cigarrillo de la boca y lo apagó en el cenicero—…malo para tu… ¡Discúlpeme! ¡La confundí con alguien más! ¡Qué imbécil soy!
Oh, no. El recuerdo había llegado a su mente y ahora tendría que dejarlo correr, esperando no volver a llorar. Dio otra calada y sacó aros de humo, uno tras otro, observando con nostalgia la forma en la que subían y se desvanecían.
El hombre se disculpo un poco más, hasta le encendió otro cigarrillo y le regaló uno más que sacó de su bolsillo, para reponer ese que se había desperdiciado. Después se sentó en la mesa de enfrente, y sacó su celular y una carpeta descuidada. Mientras Rosaura se acercaba con el menú, Fery observó al hombre disimuladamente.
En secreto, le parecía fascinante. Tenía un aura masculina y ruda, algo violenta, pero no realmente agresiva; simplemente imponente. Su cabello castaño oscuro despeinado volaba libremente alrededor de sus sienes amplias con la suave brisa de la mañana; su ceño estaba fruncido, y a juzgar por las líneas de expresión, así es como solía estar. Bajo unas pobladas cejas con algo de canas había un par de ojos grises y agudos, profundos. Su piel era bronceada por el sol, y unas tenues pecas iluminaban el tabique de su nariz recta y fuerte. Y tenía unos labios delgados, pero delineados y prácticamente perfectos, entre una barbilla griega y una cicatriz bajo la nariz.
Fery succionó el tabaco con necesidad, como si su cigarro estuviese hecho de la esencia de aquel misterioso hombre, sacó el humo por la nariz y repitió, dejó caer la ceniza sobre el recipiente de cristal y cerró un diario de herbolaria que se encontraba leyendo antes de la interrupción. Ansiosamente se terminó el cigarro, tomó sus cosas, el cenicero y entró a la cafetería después de sacar toda la humareda de su cuerpo.
—Yo lo atiendo —le dijo a su madre, dejándole sus cosas en la barra. Después tomó una libreta y se dirigió hacia el hombre.
Su corazón latía como loco, y sus manos sudaban, pero nada de eso la detendría.
—¿Gusta ordenar o está esperando a alguien? —le preguntó con su mejor sonrisa.
El hombre la miró fijo, como si la examinara con cuidado, como si la estudiara a fondo, y ella casi tambalea.
—Realmente se parece a… —él dijo tan bajo que casi se le escapa a Fery—. Estoy esperando a alguien, pero… un café escocés. Si se puede, doble.
Desde el interior del lugar, ella vio cómo él hablaba por teléfono, y al parecer la llamada no había sido de su agrado, pues había lanzado el aparato a la superficie de la mesa sin ninguna delicadeza. Esperó a que su madre terminara la bebida, y una vez en la charola, salió a su encuentro.
—Me dejaron botado —gruñó, pero en su rostro se dibujó una tenue sonrisa—. ¿Me traes un croissant de jamón serrano, por favor?
Ella asintió en silencio, con un calor formulándose en su pecho.
Cuando volvió a salir, el hombre ya se había quitado la gabardina y la había colgado en el respaldo de la silla contigua. Hizo espacio en la mesa para que cupiera el plato, y, antes de que Fery se retirara de nuevo, él la tomó del brazo casi por impulso.
A la chica casi se le salen los pulmones por la boca; sentir aquel agarre fuerte alrededor de su muñeca, la piel áspera y masculina, el calor de su mano… todo era demasiado para ella.
—Discúlpeme —él la soltó, muy apenado y confundido—. Cigarrillos, ¿vendes? Me temo que te dí el último que traía y…
Editado: 18.07.2018