Tabú

1

Jean subió la escalera con sigilo, tratando de hacer el menor ruido posible. En la blanca muralla del costado, se extendía la colección de fotografías de su niñez que su abuela creó para ellos, siguiendo con atención sus pasos, prometiendo guardar el secreto por una noche más. Una vez que entró en la habitación, cerró la puerta a sus espaldas y la bloqueó de tal forma que fuera imposible abrirla desde fuera. Ya no había precauciones que fueran exageradas cuando se trataba de su madre. Jean sabía de lo que ella era capaz y, por supuesto, Diana no le permitiría pasar la noche ahí, por lo que en cuanto alguien notara su ausencia en la fiesta, subiría convertida en una fiera a arrebatarle aquello que tan feliz lo hacía. Por fortuna, esa noche la suerte estuvo de su lado, primero porque Diana no era capaz de armar un escándalo delante del personal de la compañía discográfica y, segundo, ya todos habían bebido más de lo habitual y, de seguro, no repararían en él hasta entrada la madrugada.

Jean avanzó despacio hasta la cama, dejó el paño húmedo sobre la mesa de noche, comprobó que los medicamentos estuvieran a su disposición y lo observó mientras se quitaba ansioso los zapatos para comenzar a desvestirse. No le importaba el calor del verano con tal de dormir con él, pero sobre todo, no deseaba incomodarlo con el roce poco amable de su ropa.

En el rincón de la cama que siempre le había pertenecido, Ángel dormía profundamente. El cabello oscuro caía sobre su rostro y un dulce ronroneo se escapaba de sus labios. De inmediato, Jean notó que sus mejillas estaban rosadas una vez más, por lo que supuso que la fiebre había vuelto. Con prisa, levantó la delgada sábana que lo cubría y se metió junto a él, rodeándolo con sus brazos y besando con suavidad uno de sus hombros. Ángel sonrió en medio de su sueño, y Jean puso una de sus manos sobre su frente.

Tal como imaginaba, la fiebre había regresado.

Con la delicadeza que lo caracterizaba a la hora de relacionarse con él, remeció el cuerpo adormilado de Ángel, hasta que sus ojos se abrieron y se centraron en Jean, quién no necesitó hablar. Una sonrisa bastaba para que ambos supieran que estaban ahí, siempre disponibles para el otro, por más que el mundo se derrumbara a sus pies. Ángel se incorporó con dificultad y le indicó la botella de agua y la última de las pastillas. Bebió despacio, su cabeza todavía dolía, pero tener a Jean cerca al menos servía para alegrarlo.

Tras verlo sonreír, Jean se incorporó junto a él, le acarició el cabello y descansó su cabeza en uno de sus hombros. La medianoche estaba a punto de llegar y, desde abajo, en el primer piso, la cuenta regresiva comenzaba a ser vociferada por todos los invitados, mientras en aquella habitación, apenas iluminada, sus frentes se unían con la esperanza de un nuevo inicio, confiando en que el calendario les diera ese año algo de libertad. Saber que deseaban lo mismo les hizo sentir mejor, de seguro la misma súplica elevada al mismo tiempo tenía más posibilidades de ser oída por cualquier deidad que estuviera escuchándolos. De preferencia, alguna que no los considerara una aberración de la naturaleza o unos candidatos perfectos para el más temible de los infiernos.

—Este año —murmuró Jean.

Su voz se perdió en el ruido del diez, nueve, ocho, que subía hasta ellos, pero sus labios de movieron con claridad frente a Ángel, que posó una de sus manos en el rostro que sonreía frente a él con ilusión en la mirada, y cuando el “feliz año nuevo” se vitoreó en la primera planta, un abrazo cargado de ternura y amor los unió. Dedos viajaron acariciando sus espaldas al compás de la respiración agitada producto de la fiebre de Ángel, que finalmente respondió, con señas, utilizando sus manos:

—Este año.

Se recostaron todavía entrelazados, y así se quedaron, hasta que el sueño venció a Ángel y cerró sus ojos sobre el pecho de Jean, quien agradecía una vez más que los oídos del muchacho no escucharan. Bastaba con que aquellas horribles y venenosas palabras lo dañaran a él. Tenía que proteger a Ángel. No permitiría que volvieran a hacerle daño, no mientras él viviera, y aunque debía reconocer que los golpes tras la puerta lo asustaban, se mantuvo inmóvil, preparado para defenderlo de lo que fuera.

—¡Monstruo! ¡Aléjate de tu hermano! —chillaba Diana con desespero, al otro lado de la habitación.

El reloj marcaba casi las cuatro de la madrugada, y sus gritos inundaban la casa. Por un momento, Jean temió que derrumbara la puerta y obligara a Ángel a apartarse de su pecho. Gracias al cielo, aquello no ocurrió. Tras casi treinta minutos de escándalo, Diana abandonó la habitación y se marchó. Jean suspiró y acarició la espalda débil y esquelética de su hermano.

—Este año —repitió junto a su oído, casi como un desafío personal.

Aunque ambos eran conscientes de que huir de esa casa les significaría abandonar todo lo demás, estaban decididos a hacerlo. No importaba cómo, pero Jean se prometió que alejaría a Ángel de la miserable vida que Diana los había obligado a vivir desde el minuto en que la segunda línea color celeste apareció en el test de embarazo.




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