Tabú

4

Esa noche, la habitación se convirtió en un caos de gritos y golpes. Si Jean le hubiese permitido a Ángel moverse, habrían sido capaces de detener a Diana y, al menos, intentar que se calmara y los escuchara, o huir. Pero el mayor solo podía pensar en que ningún arañazo le hiciera daño a su hermano y que ninguna de las ofensas fuera entendida por él. Por desgracia, lo único que consiguió fue aumentar el nerviosismo en ambos y la furia de su madre, que consiguió sacarlo de la habitación para encerrarse junto a Ángel en busca de explicaciones.

—¡¿Qué te hizo?! ¡Háblame! ¡Sé que puedes hacerlo! ¡Responde! ¡¿Qué te hizo?! —gritaba aprisionando sus hombros y sacudiéndolo con brusquedad.

Pero Ángel no podía entenderla. Estaba demasiado nervioso como para concentrarse y sus ojos apenas le permitían enfocar producto de las lágrimas. Trató de hablar, pero cada vez que deseaba nombrar a su hermano, una nueva oleada de llanto lo invadía. Estaba temblando, por lo que sus manos tampoco respondían como deseaba. Si seguía así, jamás podría explicarle lo mucho que le dolía que hiciera daño a Jean y que intentara separarlos, cuando lo único que hacían era vivir el uno por el otro. Nunca podría hacerla entender que el amor que se tenían no tenía por qué dañar a nadie, ni siquiera a ellos mismos. Sin embargo, Diana no tenía intención real de encontrar alguna explicación a lo que sus ojos habían presenciado. Aun así, las manos de Ángel se movieron, trazando en el aire un débil “lo amo”, que fue interrumpido por la violencia de Diana, que sin que le importara lo delgado de sus brazos, lo cogió con firmeza y lo arrastró fuera de la habitación. Jean intentó arrebatárselo de las manos, pero el miedo y la humillación no se lo permitieron. Su madre abrió la puerta del baño y con más fuerza de la que realmente necesitaba utilizar con él, lo arrojó bajo la ducha fría con las suplicas cada vez más desesperadas de Jean, quien terminó por entrar a la bañera y dejarse caer sobre su hermano para protegerlo.

Ante eso, Diana se rindió, horrorizada con el pecado que sus gemelos cometían, semidesnudos y abrazándose con descaro delante de sus ojos. Sí, sabía que había hecho mal al no abortarlos. Sabía que pagaría alguna vez el poco amor que les tenía. ¿Pero eso? Eso era demasiado, incluso para ella.

—¿Qué hicieron? —murmuró, apartándose asqueada para salir de ahí.

Jean la escuchó bajar hasta el primer piso, salir de casa y tomar el auto. Al menos los había dejado solos. Con cuidado tomó a Ángel que temblaba de miedo y frío entre sus brazos, cortó la salida del agua y salieron de la ducha para avanzar a paso lento hasta su habitación. El mayor de los gemelos lo sentó sobre la cama y tuvo que tomar su rostro entre sus manos para apartarlo del shock en el que estaba. Una vez que enfoco su vista en él, Ángel sonrió.

—¿Qué hicimos? —dijo.

Jean observó las manos temblorosas moverse para hablar, pero no respondió. Tan solo acarició el rostro de su hermano y correspondió su sonrisa triste. En silencio, comenzó a secarlo con una toalla, le quitó la poca ropa empapada que llevaba y le ayudó a vestirse con su pijama de invierno. Cuando acabó, hizo lo mismo con él ante la mirada perdida de Ángel. Al terminar, se volteó para arrodillarse entre las piernas del menor de los gemelos, quien lo recibió con el mismo cariño de siempre y lo abrazó. Jean rodeó su cintura con sus brazos y descansó la cabeza en su abdomen. Ambos lloraron, porque estaban seguros de que todo había llegado a su fin. Iban a separarlos, y sabían eran incapaces de concebir el mundo en ausencia del otro. Más allá del amor y la urgencia de unirse como una sola persona, ellos se necesitaban. Para respirar, para vivir, para soportar el abandono y lo horrible que era estar con Diana.

Era simple: no podían vivir separados.

Siempre había sido así, pues lo habían compartido todo desde el momento en que aquella diminuta célula se dividió en dos. Compartieron cada latido, cada toque, hasta que vieron la luz de mundo extrauterino. Y fuera, la situación tampoco fue distinta. De bebés, separarlos solo generaba una oleada de llantos y rabietas incontrolables que solo se calmaban una vez que eran capaces de sentir al otro. Así fue su infancia, y su adolescencia solo cambió de rumbo cuando el corazón de Jean comenzó a vibrar de forma extraña con Ángel. Fue por eso que intentó huir de su contacto y de su mirada ansiosa por descubrir lo que pensaba o sentía cuando Diana descubrió su don, pero su actitud solo logró dilatar su propia angustia y la sensación de vacío de su hermano. Cuando ya no tuvo nada más que hacer para luchar contra sus sentimientos, se buscó una novia y lo dejó.

Jean nunca estuvo más arrepentido de algo en su vida.

Había intentado olvidar que era la única persona en el mundo que se preocupaba por Ángel, enfocándose en los caprichos de su madre, pero aquella neumonía que por poco lo arrebata de sus brazos, lo hizo asumir lo que realmente pasaba. Tras volver a casa desde el hospital, Jean se encargó de cuidar de su hermano por completo. El menor de los gemelos recuperaba peso y fuerzas poco a poco, y muchas veces necesitaba del apoyo de su hermano para tomar una ducha o cambiarse de ropa, lo que significaba para Jean tener que soportar su hermosa desnudez sin poder reaccionar de ningún modo. En un comienzo, al estar tan débil, su cuerpo delgado no le provocaba más que tristeza y culpa. Por eso, la primera vez que le ayudó a desnudarse, sus lágrimas bañaron el torso desnudo y esquelético que temblaba bajo sus manos. Ni siquiera podían mirarse a los ojos sin sentir que el mundo se desvanecía entre ellos. Ambos, aterrados, bloquearon sus sentimientos y su conexión fue enterrada en el fondo de su pecado.

Fue una tarde, casi un mes después de salir del hospital, cuando todo explotó.

Ángel estaba desnudo en la bañera, había ganado algo de peso pero su cuerpo seguía siendo la mitad de lo que debía ser y todavía se tambaleaba para ponerse de pie. Jean estaba a su lado, observándolo enternecido ahora que era capaz de lavar su cabello por sí mismo. La espuma resbalaba por la espalda de su hermano y él se encargaba de deshacerla con el agua tibia que esparcía sobre Ángel. A veces reían, a veces callaban. Lo cierto, es que ya no eran los mismos, y ellos lo sabían.




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